"Epentismo": Así era la «masonería gay» del 27. Los poetas homosexuales de la época, forzados a esconder su tendencia sexual, crearon códigos de reconocimiento entre ellos, de los que, el más llamativo, fue la invención de Lorca de una palabra que les sirviera, en tono jocoso, para definir su mutuo entendimiento.
Gonzalo Núñez | La Razón, 2019-06-29 https://www.larazon.es/cultura/epentismo-asi-era-la-masoneria-gay-del-27-HA23984113/ Si colocáramos en fila todas las palabras y expresiones que, a lo largo de la historia, han servido de eufemismo a la condición de homosexual, habría suficientes letras como para recubrir no una, sino dos, tres o cuatro plazas de Chueca. Nada como «el amor que no osa decir su nombre» (Oscar Wilde) se ha expresado con más cantidad de silencios, sobreentendidos, medias palabras o nombres encubridores, caretas y máscaras de una orientación reprimida. Muchos han sido los idiomas y las contraseñas de la homosexualidad a lo largo de la historia, el idiolecto de los «entendidos», fuese éste un lenguaje gestual, social (ropa, hábitos compartidos, etcétera) o realmente fonético. En el Londres de los 50 y 60, por ejemplo, el Polari (contaminado del italiano y las lenguas romances) se convirtió en el «slang» de los maricas de la la metrópoli británica. Y en Estados Unidos, el enorme éxito de «El mago de Oz» llevó a los gays a usar la expresión «amigos de Dorothy» («Friend of Dorothy», abreviado como FOD) para vincularse y reconocerse en medio de un entorno hostil.
Intelectuales y torerillos
Y así llegamos al «epentismo», que sería la palabra clave, el «amigo de Dorothy» de la intelectualidad homosexual española de los años 30: la contraseña con la que se engarzaban y se parodiaban Federico García Lorca y el círculo de invertidos, muchos de ellos grandes poetas, que pululaban por el Madrid a caballo entre la dictadura de Primo de Rivera y la II República. Lo primero que habría que decir es que el «epentismo» no es un fenómeno extendido. Es más bien la broma interna de una serie de creadores que, como era habitual en la época, escondían de puertas afuera su orientación sexual. Pero estos «epentes» no eran moco de pavo: Lorca, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Carlos Morla Lynch, Eduardo Blanco Amor, una galaxia a la que se sumaban como satélites aquella cofradía de amigos homosexuales de distinta extracción (a veces hasta buscavidas o torerillos) que tenían algo en común: el pecado nefando.
A Luis Antonio de Villena, fue un ya anciano Vicente Alexandre quien le puso en antecedentes de aquel término: «''Epentismo'' y ''epente'' eran (según todos, pero yo lo supe primero por Aleixandre) términos inventados por Federico para aludir a la homosexualidad o a los homosexuales en contextos donde la palabra –en los años 30 y aún con la libertad de la República– eran indecibles. Por ejemplo, todos sabían (en intimidad) que el gran erudito José María de Cossío era homosexual, pero eso era secreto y nadie lo hablaba. Así, en una comida Federico le decía a Vicente: ''He oído que Cossío es un gran estudioso del epentismo. ¿Tú lo sabías?''. Y Aleixandre contestaba: ''Sí, lo sabía. Sé que lo ha estudiado mucho. Es un ''epente'' muy notable''».
El origen: «intercalar»
Buena parte de lo que narra Ian Gibson en «Lorca y el mundo gay» le viene de sus conversaciones con Luis Antonio de Villena, que trató a Aleixandre y Blanco Amor ya en los años 70 y quienes le confiaron mucho de sus vidas privadas. Pero el biógrafo del poeta granadino añade datos jugosos, como la raíz etimológica y la metáfora que dio pie a la palabra: según el británico viene del griego «epéntesis», o sea, «intercalar», y añade Gibson que se trata de una «figura de dicción, según la Real Academia de la Lengua, que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo, como ''coránica'' por ''crónica''». El hecho de consistir en una intercalación ya da idea de por dónde iban los tiros de la palabra «epente». Según Saiz de la Calzada –añade siempre Gibson–, se referiría también con el término «a los que crean, pero no procrean».
«¡Somos la gran masonería epéntica!», solía decir Lorca con humor. Las cartas entre todos ellos ofrecen ejemplos del uso jocoso de esta palabra. Letras de Lorca a Aleixandre, a Blanco Amor... Y, desde luego, a Rafael Sánchez Nadal, gran íntimo amigo del poeta. «El epentismo granadino es ya epidemia. ¡Qué barbaridad!», le escribe a este último en una misiva en 1934.
Y es que, más allá de los, digamos, socios preferentes, en el círculo del «epentismo» se movían, como es natural, los amantes pasajeros de estos artistas. Algunos incluso rebotaron de unos a otros. Ese fue por ejemplo el caso de Serafín Fernández Ferro, un gallego de familia de anarquistas y formación autodidacta que se ganaba la vida a los 17 años en Madrid ejerciendo todo tipo de profesiones, incluida la de chapero. Fue en el café El Universal, en 1931, cuando conoció a los «epentistas». Según el relato de los orígenes de esa relación, parece ser que el gallego se acercó a Lorca y Rafael Martínez Nadal, y les pidió un pepito de ternera porque llevaba días sin comer. Se supone que se insinuó al poeta andaluz, pero éste rechazó la oferta, aunque otras fuentes indican que pudo tener un «affaire» con él más tarde. Lo que está claro es que Lorca le procuró contactos para trabajar y le consiguió un amante fiel: Luis Cernuda. Morla Lynch descirbe a Serafín Fernández como un bello muchacho de cara «chispeante, simpática y agraciada. Pequeño de estatura, pero proporcionado, de cabellera ondulada y de tez ligeramente broncínea, tiene esa expresión, entre risueña y dolorida, propia de los adolescentes que acaban de atravesar por una infancia triste», según dejó escrito el músico y diplomático, de orígenes acomodados, pero que se sentía cómodo con las clases más populares.
El dinero de Cernuda
Cernuda lo adoptó y financió, y Serafín se dejó querer, tanto que Aleixandre, otro de los «epentes» a quien Lorca recomendó el chaval y que presenció la toxicidad de la relación, llegó a calificarlo de «un chulito de barrio que le hizo sufrir mucho, pues el pobre Luis se enamoró perdidamente y el tal Serafín le hacía poco caso, salvo para pedirle dinero». Sin embargo, este «chulito de barrio», según su descripción, tocó en el poeta sevillano las cuerdas precisas para extraer de él un poemario que se encuentra entre lo más alto de nuestra lírica, «Donde habite el olvido». Blanco Amor también lo tuvo bajo su tutela, y se supone que tuvieron una relación, pero sus recuerdos de Serafín no eran halagüeños y se desconoce si dejó algún fruto literario. El joven gallego acabaría inmerso en el mundo del teatro y, al haber compartido ambiente con los escritores, probó suerte en la poesía. En 1939 tuvo un pequeño papel en «L’espoir-Sierra de Teruel», de Malraux, y luego se le pierde la pista en México.
La guerra disgregó aquella «masonería gay» que refulgió en los años 30. El triste destino de Lorca ya se sabe que hay que buscarlo bajo tierra, quizá cerca de Víznar, donde fue asesinado, mientras Blanco Amor se exilió a Argentina hasta 1965. Cernuda acabó sus días en México presa de otro amor totalizante por un fornido culturista que le inspiró la maravillosa «Palabras para un cuerpo», a Ernesto Guerra de la Cal, otro «epente», la guerra le pilló en Nueva York y en aquellos lares se quedó. Por último, a Aleixandre le tocó en suerte el exilio interior y custodiar la memoria de aquella cofradía de talentosos homosexuales que nunca pudieron decir demasiado alto el tipo de amor que cultivaban.
Morla Lynch, el diplomático y los «garzones»
Por los salones de su distinguida casa del barrio de Salamanca, con vistas al Retiro, pasó lo más granado de la intelectualidad y la literatura española de la Edad de Plata. Carlos Morla Lynch, fue embajador de Chile en España entre 1928 y 1939. Nacido en París en 1888 era conservador, cercano a los falangistas y hasta admirador de Hitler en los años 30, pero todo ello no obstaculizó su admiración y amistad con los «epentistas» y, especialmente, con Lorca, ese granadino que describe como «guasón, bromista, chacotero, disipador de nubarrones», según sus palabras. Llegó a Madrid en 1928 por primera vez y regresó en 1930 tras residir en varios países. Hombre de mundo y elegante, sintió siempre, sin embargo, una querencia hacia las clases bajas y cultivó amores con todo tipo de jóvenes de humilde extracción. Como escribe Andrés Trapiello esa «afición a los guapos garzones le franqueó las puertas del muy clandestino club del que eran socios Lorca, Cernuda y otros artistas del 27».
«El Público», para buenos entendedores
Francisco Umbral veía a Lorca «el cantor de las tres grandes razas postergadas de nuestra civilización: los gitanos, los negros y los homosexuales». Pero, respecto a esta última, ni Lorca hizo gala de esta condición, por no ser aceptada en la época, ni sus obras se pueden leer directamente desde su homosexualidad. Aunque en todo su trabajo hay trazas de ello y de sus amores (como en «Los sonetos del amor oscuro», escritos bajo la influencia de Rafael Rodríguez Rapún), fue con la obra de teatro «El público» donde más cerca estuvo el escritor de mostrar su condición sexual. Eso sí, lo hizo a través de una dramaturgia rupturista, nada clásica, mostrando tanto como escondiendo. Sin embargo, Lorca llegó a proyectar un drama, éste sí realista, tradicional, sobre el asunto de la homosexualidad. Se iba a llamar «La bola negra» y en él quedaría claro el tema. Pero nunca llegó a escribirse.