La dictadura del heterosexismo.
Empar Pineda | El País, 1984-06-22
https://elpais.com/diario/1984/06/23/opinion/456789610_850215.html
Empar Pineda | El País, 1984-06-22
https://elpais.com/diario/1984/06/23/opinion/456789610_850215.html
Todavía hoy en numerosos ambientes causa escándalo, o como mínimo estupor, oír que una mujer dice que es lesbiana. A mí estas reacciones me resultan, cuando menos, curiosas, ya que amar a otra mujer, sentirse atraída por mujeres, es algo que nosotras, las feministas lesbianas, vivimos con la mayor naturalidad, como algo cotidiano, como un sentimiento que no necesita de sesudos argumentos que lo justifiquen. Una afirmación como ésta puede resultar chocante. Hoy día, sobre lesbianismo -o sobre homosexualidad en su caso-, se manifiestan muchas opiniones del más variado tipo, pero rara, rarísima vez, en ellas se plantean las relaciones amorosas entre personas del mismo sexo como algo tan satisfactorio, tan legítimo, tan natural, como las relaciones entre personas de distinto sexo.
Habrá quien dirá que exagero, que en la actualidad son ya muchas las personas que así lo plantean. Permítaseme, cuando menos, dudarlo. Porque ¿a qué viene, entonces, el casi, casi inevitable: "¿Ustedes, por qué son lesbianas?", de los coloquios y debates cuando de lesbianismo se está tratando? Cuando poca, poquísima, gente se ha preguntado: "¿Y yo, por qué soy heterosexual?, ¿por qué no soy capaz, por qué rechazo la posibilidad de sentir atracción hacia personas de mi sexo?". No nos engañemos: hoy día sigue siendo necesario responder con 1.000 razones sesudas, pensadas, argumentadas, para demostrar la evidencia: que sentir atracción hacia personas del mismo sexo, que amar a las mujeres -en nuestro caso- es algo bueno, legítimo, satisfactorio. ¡Que está muy bien, vamos! ¿A qué viene el escándalo o el estupor ante mujeres u hombres que siempre, o en determinados momentos de sus vidas, se sienten eróticamente atraídas y atraídos por otras mujeres u otros hombres respectivamente? Sencillamente, a que no se nos considera, a las personas, como ‘seres sexuales’, sino como ‘seres heterosexuales’. O, dicho de otra manera, a que es la sociedad, y solamente ella, quien nos obliga a ser exclusivamente heterosexuales. Y, en lo que tiene de particular la consideración social del lesbianismo, es innegable el peso del pensamiento profundamente machista que podría resumirse así: es imposible que existan relación y goce sexuales entre mujeres sin la presencia masculina. Lo que, en el fondo, tiene todo que ver con la no consideración de las mujeres como sujetos -que no objetos- sexuales, tan querida del patriarcado.
De lo anterior fácilmente puede deducirse que para las feministas (tanto para las que mantienen preferente o exclusivamente relaciones heterosexuales como para las que mantenemos preferente o exclusivamente relaciones lesbianas), para nosotras, las personas, las mujeres y los hombres, somos seres sexuales.
Años ha que visiones desprejuiciadas, libres de anteojeras sexistas, describen el impulso o pulsión sexual de los seres humanos como algo enormemente flexible, de una plasticidad tal que las respuestas eróticas de las personas son de una gran variedad: un hombre, una mujer, pueden erotizarse en situaciones bien distintas y ante personas u objetos bien diferentes. Tal es la variedad, que resultaría inútil intentar definir con precisión los elementos que determinarían las preferencias sexuales de hombres y mujeres. Inútil, igualmente, intentar extraer generalizaciones. El impulso sexual en las personas estaría, pues, caracterizado porque su objeto de deseo no está predeterminado y las preferencias sexuales de cada cual es algo que tiene que ver con su historia individual. Historia individual inmersa -obvio resulta señalarlo- en una historia colectiva, en una sociedad muy concreta.
Y la nuestra es una de esas sociedades en las que, con mayor o menor elegancia, con mayor o menor brutalidad, el lesbianismo y la homosexualidad están condenados. Sociedades en las que, de un modo o de otro, se nos obliga a orientar nuestro deseo sexual hacia personas de distinto sexo. Y es que el lesbianismo y la homosexualidad no encajan ni bien ni mal en las normas de estas sociedades.
Una de estas normas es la ‘norma heterosexual’. Nos llevaría demasiado espacio rastrear en la historia hasta encontrar las causas que explican por qué la heterosexualidad ha llegado a ser ‘norma de obligado cumplimiento’. Simplificando un poco, en cualquier caso, no resulta aventurado afirmar que en la base de la imposición de la conducta heterosexual se halla una hipócrita (¿cómo puede seguirse defendiendo en la actualidad?) equiparación entre sexualidad y procreación y también -al menos en el ámbito de la tradición judeocristiana- un rechazo, un miedo al placer sexual y una especie de necesidad compulsiva de justificar este placer, tan poco ‘espiritual’, con la existencia de algún fin más sublime, como el que parece atribuirse al hecho de ‘traer hijos al mundo’.
Así, pues, nos educan en la norma heterosexual desde que nacemos: "A las mujeres sólo les pueden gustar los hombres, y a éstos, sólo las mujeres". De una u otra manera, nos inculcan la idea de que la sexualidad son las relaciones sexuales entre mujeres y hombres, más legitimadas si pasan por un juzgado o por un altar, y mejores aún si de ellas hay una descendencia.
Es tan fuerte la presión de estas ideas, cuenta la sociedad con tantos medios y tantas instituciones para mantenerlas -la familia patriarcal está en la base-, que la inmensa mayoría de la gente acaba, consciente o inconscientemente, creyéndose la gran falacia de que somos seres heterosexuales, de que solamente sentimos atracción sexual, deseo erótico, hacia las personas del otro sexo. La norma heterosexual, el deseo heterosexual convertido en norma, es tan aceptada socialmente, que mucha gente llega incluso a negar la evidencia cuando siente atracción sexual hacia alguien de su mismo sexo. ¿Cuántas mujeres, cuántos hombres no han sublimado, alguna o muchas veces en su vida, los sentimientos que les despertaban amigas o amigos, respectivamente? Sentimientos turbadores, inconfesables, que había que reprimir, desvirtuar, sublimar, negar en suma, porque aceptarlos en su verdadero sentido no encajaba en las normas de conducta sexual socialmente sancionadas. La fobia hacia la conducta homosexual o lesbiana es algo tan personalmente interiorizado en sociedades ‘homofóbicas’ como la nuestra que, en muchos, muchísimos casos individuales, aquélla ha podido más que el deseo o sentimiento propios.
Hasta tal punto se ha equiparado sexualidad con heterosexualidad, que la mayoría de la gente que mantiene relaciones sexuales con personas de distinto sexo considera que esto es lo normal, lo legítimo, lo natural. Y no reparan en la idea de que, de hecho, ‘la heterosexualidad’ se ha convertido en ‘norma de obligado cumplimiento’. Cuando todo en esta sociedad empuja en esa dirección, creo que, honestamente, resulta difícil defender la idea de que se elige libremente la heterosexualidad. Cuando la opción lesbiana o la homosexual no aparecen en nuestras vidas, cotidianamente, como opciones sexuales legítimas, tan satisfactorias y normales como la opción heterosexual; cuando en cuentos infantiles, novelas, teatro, poesía, o desde la radio, prensa, cine o televisión, es la pareja heterosexual el modelo que se brinda por doquier; cuando desde la infancia a las niñas se les van adjudicando novios y a los niños novias; cuando en ambientes progresistas se siente mucha incomodidad al tener que defender a lesbianas y homosexuales porque se tiene miedo a que te vayan a confundir si los defiendes; cuando se exige que lesbianas y homosexuales nos comportemos con seriedad en la calle y reprimamos nuestros sentimientos amorosos; cuando, con el Código de Justicia (¿?) Militar en la mano, se sigue condenando a soldados y marineros por su conducta homosexual... Cuando todo esto y mucho más ocurre en relación a opciones sexuales que no sean la heterosexual, ¿quién puede atreverse a decir, honestamente, que la heterosexualidad no se ha convertido en ‘una obligación’ en esta sociedad?
Así -no pudo ser de otro modo-, junto a la norma heterosexual, mal conviviendo con lo que se considera ‘normal’, las demás opciones sexuales se desarrollan contra viento y marea, brutalmente reprimidas a veces, de mala gana toleradas otras. "Enfermedad, degeneración, vicio, error de la naturaleza, inmadurez sexual..." Con éstos y otros epítetos se ha nombrado -y descalificado- y se sigue nombrando a la opción homosexual y lesbiana.
Espero que nadie se escandalice si digo que una sociedad heterosexista que disimula mal su homofobia cuando no hace ostentación de ella es una sociedad enferma. Una sociedad que no sólo hace desgraciadas y desgraciados a lesbianas y homosexuales, sino que impide, mediatiza el libre desarrollo de la vida sexual de sus gentes normales al limitar y constreñir a la heterosexualidad las diferentes opciones sexuales en las que puede expresarse el impulso, el deseo sexual de mujeres y hombres. Heterosexualidad en la que se manifiesta, como en los demás ámbitos de la vida, el predominio, la prepotencia de los hombres sobre las mujeres.
El tan traído y llevado ‘1984’ ha sido el año elegido por la Asociación Internacional de Lesbianas y Homosexuales como un ‘año de acción’ en todo el mundo. Para septiembre, se prepara la celebración de una conferencia internacional y una marcha en la ciudad de Nueva York. De este modo, este año, la conmemoración anual el 24 de junio del Día Internacional por la Liberación de Lesbianas y Homosexuales adquiere unas características particulares. A los cuatro vientos queremos difundir ideas tan elementales como que todo el mundo tiene derecho al placer, al disfrute, al gozo, a la alegría, a la comunicación, que se logran en el desarrollo de una sexualidad no opresora, gratificante. Y que nadie tiene derecho a convertir en norma de obligado cumplimiento ninguna de las posibles formas de desarrollar nuestra sexualidad, ninguna de las opciones sexuales posibles.
Si defendemos estas ideas de libertad sexual, de no imposición, de negarnos a la normalización de nuestras vidas, lo hacemos con el convencimiento de que vale la pena atreverse a vivir la sexualidad desafiando todo tipo de limitaciones, vengan éstas de donde vengan, ya que nadie tiene derecho a inmiscuirse en nuestra vida sexual. Y, por el contrario, toda persona, sea cual sea su opción sexual, tiene el legítimo derecho a disfrutar de una vida sexual satisfactoria y placentera.
Habrá quien dirá que exagero, que en la actualidad son ya muchas las personas que así lo plantean. Permítaseme, cuando menos, dudarlo. Porque ¿a qué viene, entonces, el casi, casi inevitable: "¿Ustedes, por qué son lesbianas?", de los coloquios y debates cuando de lesbianismo se está tratando? Cuando poca, poquísima, gente se ha preguntado: "¿Y yo, por qué soy heterosexual?, ¿por qué no soy capaz, por qué rechazo la posibilidad de sentir atracción hacia personas de mi sexo?". No nos engañemos: hoy día sigue siendo necesario responder con 1.000 razones sesudas, pensadas, argumentadas, para demostrar la evidencia: que sentir atracción hacia personas del mismo sexo, que amar a las mujeres -en nuestro caso- es algo bueno, legítimo, satisfactorio. ¡Que está muy bien, vamos! ¿A qué viene el escándalo o el estupor ante mujeres u hombres que siempre, o en determinados momentos de sus vidas, se sienten eróticamente atraídas y atraídos por otras mujeres u otros hombres respectivamente? Sencillamente, a que no se nos considera, a las personas, como ‘seres sexuales’, sino como ‘seres heterosexuales’. O, dicho de otra manera, a que es la sociedad, y solamente ella, quien nos obliga a ser exclusivamente heterosexuales. Y, en lo que tiene de particular la consideración social del lesbianismo, es innegable el peso del pensamiento profundamente machista que podría resumirse así: es imposible que existan relación y goce sexuales entre mujeres sin la presencia masculina. Lo que, en el fondo, tiene todo que ver con la no consideración de las mujeres como sujetos -que no objetos- sexuales, tan querida del patriarcado.
De lo anterior fácilmente puede deducirse que para las feministas (tanto para las que mantienen preferente o exclusivamente relaciones heterosexuales como para las que mantenemos preferente o exclusivamente relaciones lesbianas), para nosotras, las personas, las mujeres y los hombres, somos seres sexuales.
Años ha que visiones desprejuiciadas, libres de anteojeras sexistas, describen el impulso o pulsión sexual de los seres humanos como algo enormemente flexible, de una plasticidad tal que las respuestas eróticas de las personas son de una gran variedad: un hombre, una mujer, pueden erotizarse en situaciones bien distintas y ante personas u objetos bien diferentes. Tal es la variedad, que resultaría inútil intentar definir con precisión los elementos que determinarían las preferencias sexuales de hombres y mujeres. Inútil, igualmente, intentar extraer generalizaciones. El impulso sexual en las personas estaría, pues, caracterizado porque su objeto de deseo no está predeterminado y las preferencias sexuales de cada cual es algo que tiene que ver con su historia individual. Historia individual inmersa -obvio resulta señalarlo- en una historia colectiva, en una sociedad muy concreta.
Y la nuestra es una de esas sociedades en las que, con mayor o menor elegancia, con mayor o menor brutalidad, el lesbianismo y la homosexualidad están condenados. Sociedades en las que, de un modo o de otro, se nos obliga a orientar nuestro deseo sexual hacia personas de distinto sexo. Y es que el lesbianismo y la homosexualidad no encajan ni bien ni mal en las normas de estas sociedades.
Una de estas normas es la ‘norma heterosexual’. Nos llevaría demasiado espacio rastrear en la historia hasta encontrar las causas que explican por qué la heterosexualidad ha llegado a ser ‘norma de obligado cumplimiento’. Simplificando un poco, en cualquier caso, no resulta aventurado afirmar que en la base de la imposición de la conducta heterosexual se halla una hipócrita (¿cómo puede seguirse defendiendo en la actualidad?) equiparación entre sexualidad y procreación y también -al menos en el ámbito de la tradición judeocristiana- un rechazo, un miedo al placer sexual y una especie de necesidad compulsiva de justificar este placer, tan poco ‘espiritual’, con la existencia de algún fin más sublime, como el que parece atribuirse al hecho de ‘traer hijos al mundo’.
Así, pues, nos educan en la norma heterosexual desde que nacemos: "A las mujeres sólo les pueden gustar los hombres, y a éstos, sólo las mujeres". De una u otra manera, nos inculcan la idea de que la sexualidad son las relaciones sexuales entre mujeres y hombres, más legitimadas si pasan por un juzgado o por un altar, y mejores aún si de ellas hay una descendencia.
Es tan fuerte la presión de estas ideas, cuenta la sociedad con tantos medios y tantas instituciones para mantenerlas -la familia patriarcal está en la base-, que la inmensa mayoría de la gente acaba, consciente o inconscientemente, creyéndose la gran falacia de que somos seres heterosexuales, de que solamente sentimos atracción sexual, deseo erótico, hacia las personas del otro sexo. La norma heterosexual, el deseo heterosexual convertido en norma, es tan aceptada socialmente, que mucha gente llega incluso a negar la evidencia cuando siente atracción sexual hacia alguien de su mismo sexo. ¿Cuántas mujeres, cuántos hombres no han sublimado, alguna o muchas veces en su vida, los sentimientos que les despertaban amigas o amigos, respectivamente? Sentimientos turbadores, inconfesables, que había que reprimir, desvirtuar, sublimar, negar en suma, porque aceptarlos en su verdadero sentido no encajaba en las normas de conducta sexual socialmente sancionadas. La fobia hacia la conducta homosexual o lesbiana es algo tan personalmente interiorizado en sociedades ‘homofóbicas’ como la nuestra que, en muchos, muchísimos casos individuales, aquélla ha podido más que el deseo o sentimiento propios.
Hasta tal punto se ha equiparado sexualidad con heterosexualidad, que la mayoría de la gente que mantiene relaciones sexuales con personas de distinto sexo considera que esto es lo normal, lo legítimo, lo natural. Y no reparan en la idea de que, de hecho, ‘la heterosexualidad’ se ha convertido en ‘norma de obligado cumplimiento’. Cuando todo en esta sociedad empuja en esa dirección, creo que, honestamente, resulta difícil defender la idea de que se elige libremente la heterosexualidad. Cuando la opción lesbiana o la homosexual no aparecen en nuestras vidas, cotidianamente, como opciones sexuales legítimas, tan satisfactorias y normales como la opción heterosexual; cuando en cuentos infantiles, novelas, teatro, poesía, o desde la radio, prensa, cine o televisión, es la pareja heterosexual el modelo que se brinda por doquier; cuando desde la infancia a las niñas se les van adjudicando novios y a los niños novias; cuando en ambientes progresistas se siente mucha incomodidad al tener que defender a lesbianas y homosexuales porque se tiene miedo a que te vayan a confundir si los defiendes; cuando se exige que lesbianas y homosexuales nos comportemos con seriedad en la calle y reprimamos nuestros sentimientos amorosos; cuando, con el Código de Justicia (¿?) Militar en la mano, se sigue condenando a soldados y marineros por su conducta homosexual... Cuando todo esto y mucho más ocurre en relación a opciones sexuales que no sean la heterosexual, ¿quién puede atreverse a decir, honestamente, que la heterosexualidad no se ha convertido en ‘una obligación’ en esta sociedad?
Así -no pudo ser de otro modo-, junto a la norma heterosexual, mal conviviendo con lo que se considera ‘normal’, las demás opciones sexuales se desarrollan contra viento y marea, brutalmente reprimidas a veces, de mala gana toleradas otras. "Enfermedad, degeneración, vicio, error de la naturaleza, inmadurez sexual..." Con éstos y otros epítetos se ha nombrado -y descalificado- y se sigue nombrando a la opción homosexual y lesbiana.
Espero que nadie se escandalice si digo que una sociedad heterosexista que disimula mal su homofobia cuando no hace ostentación de ella es una sociedad enferma. Una sociedad que no sólo hace desgraciadas y desgraciados a lesbianas y homosexuales, sino que impide, mediatiza el libre desarrollo de la vida sexual de sus gentes normales al limitar y constreñir a la heterosexualidad las diferentes opciones sexuales en las que puede expresarse el impulso, el deseo sexual de mujeres y hombres. Heterosexualidad en la que se manifiesta, como en los demás ámbitos de la vida, el predominio, la prepotencia de los hombres sobre las mujeres.
El tan traído y llevado ‘1984’ ha sido el año elegido por la Asociación Internacional de Lesbianas y Homosexuales como un ‘año de acción’ en todo el mundo. Para septiembre, se prepara la celebración de una conferencia internacional y una marcha en la ciudad de Nueva York. De este modo, este año, la conmemoración anual el 24 de junio del Día Internacional por la Liberación de Lesbianas y Homosexuales adquiere unas características particulares. A los cuatro vientos queremos difundir ideas tan elementales como que todo el mundo tiene derecho al placer, al disfrute, al gozo, a la alegría, a la comunicación, que se logran en el desarrollo de una sexualidad no opresora, gratificante. Y que nadie tiene derecho a convertir en norma de obligado cumplimiento ninguna de las posibles formas de desarrollar nuestra sexualidad, ninguna de las opciones sexuales posibles.
Si defendemos estas ideas de libertad sexual, de no imposición, de negarnos a la normalización de nuestras vidas, lo hacemos con el convencimiento de que vale la pena atreverse a vivir la sexualidad desafiando todo tipo de limitaciones, vengan éstas de donde vengan, ya que nadie tiene derecho a inmiscuirse en nuestra vida sexual. Y, por el contrario, toda persona, sea cual sea su opción sexual, tiene el legítimo derecho a disfrutar de una vida sexual satisfactoria y placentera.
Empar Pineda es miembro del Colectivo de Feministas Lesbianas de Madrid.
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