Mi Néstor Almendros.
Terenci Moix | El País, 1992-03-06
https://elpais.com/diario/1992/03/07/opinion/699922807_850215.html
Terenci Moix | El País, 1992-03-06
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Hace pocos días lo sabíamos contadísimas personas: Néstor Almendros estaba agonizando en Nueva York. Corre la indiscreción igual que la calumnia: como un ‘venticello’; así, pues, conviene ignorarla, máxime cuando puede tener el trasfondo de una enfermedad que se presta a la malignidad de los puritanos y al escándalo de los desaprensivos.
Era inevitable que la noticia me llegase por voces dignas de crédito: las de Miriam Gómez y Guillermo Cabrera Infante, hermanos de Néstor, más que amigos. Nuestra conversación fue dramática. Empezamos a saber demasiado de muertes injustas, y la de hoy nos sacudía hasta aturdirnos. Me lo decía Guillermo: "Esta muerte se está llevando a los mejores". Curiosamente, había escrito yo algo parecido en la revista ‘Tiempo’. Suele ocurrir que los mejores también son los irreemplazables. Néstor Almendros pertenecía a esa raza. Con él desaparece alguien que ha influido positivamente en muchas personas. Las referencias a mi propia experiencia son aquí inevitables. Hace exactamente 30 años, Néstor Almendros entró en mi vida, y a partir de entonces estuvo siempre presente en mi carrera. Es muy probable que nadie haya ejercido sobre mí una influencia tan decisiva en un momento tan determinante. Tenía yo 20 años. Una ilusión tan fugaz como cualquier otra, si bien se mira.
Tengo en las manos el original del libro de memorias ‘El peso de la paja’, que Néstor leyó en plena redacción. En los márgenes aparecen sus comentarios sobre geografías, películas, sucesos parecidos en dos tiempos muy distintos: su infancia y la mía, dentro y al margen del Ensanche, respectivamente. Están ahí esas acotaciones que la muerte convierte en reliquia inapreciable. ¡Ojalá no lo fueran! Significaría que Néstor estaría dispuesto a criticar mis próximas cuartillas. Siempre lo había hecho, y no sólo desde mi primer libro: ya desde mis primeros artículos, tan lejanos. Empezó dándome consejos sobre cine, donde su sabiduría era inmensa. No tardó en pasar a la literatura. Su opinión literaria era clarividente, finísima, exenta de dogmatismo. Fue el primero que me habló de cierta novela de un joven argentino empleado en unas líneas aéreas. El joven se llamaba Manuel Puig; la novela era ‘La traición de Rita Hayworth’. Algunos integrantes del mundillo cultural –‘of all things!’- se han atribuido después este descubrimiento. Es mentira de ‘marketing’. Nadie jugó con tanto ahínco la carta de Puig como Néstor y Juan Goytisolo, cada uno desde sus dominios. Patrocinó también Néstor carreras cinematográficas, itinerarios críticos, vocaciones eclécticas. No descartaré su afición a convertirse en confidente sentimental. Demostraba un humor capaz de desdramatizarlo todo con un comentario ligero, generalmente de origen ‘camp’. De cómo tal personaje de Joan Crawford reaccionaría ante un extravío del corazón; de cómo habría solucionado tal ruptura una vieja, olvidada diva del cine italiano. Estoy hablando de un tiempo en que nuestra ortodoxia ceñía su repertorio de referencias a los férreos dogmatismos de ensayistas como Guido Aristarco o George Sadoul, a quienes Néstor solía tratar de ‘beatos’. Su desprecio por el cine pedante -lo ‘arty’- nunca le impidió realizar profundos acercamientos a los grandes autores. Precisamente el verano pasado compré en uno de los innumerables quioscos de Atenas una revista ‘yanqui’ que publicaba su artículo sobre Eisenstein, escrito con un rigor ejemplar y, como siempre, con una amplísima libertad de criterio. Paradójicamente, un cineasta tan mimado por la crítica internacional sentía un sorprendente impudor cuando veía publicado alguno de sus textos. Precisaba urgentemente una opinión, buscaba el elogio del lector con mayor ahínco que el Oscar de Hollywood. Y me está contando Gimferrer con cuánta increíble tenacidad enviaba, en plena agonía, las coiones de su último libro.
Tengo aquí fotos que Néstor me había hecho a lo largo de los años, en muchas ocasiones y en lugares distintos, pero muy especialmente las de una época tan lejana como 1965. Se trata de un grupo familiar en una casa donde ya no vivo, con unos padres que ya no tengo, y amigos que, por suerte, conservo: Pere Gimferrer, siempre fiel a Néstor; mi hermana Ana María Moix, y Vicente Molina Foix, a la sazón efebo. Todos eramos principiantes, con actividades que todavía oscilaban entre el cine y la literatura, a excepción de José Luis Guarner, otro de los fieles. La comunicación con Néstor fue instantánea; su entrega, absoluta; la nuestra, incondicional. Con los años, los antiguos amigos de Barcelona nos acostumbramos a sus dos visitas anuales, considerándolas una gran fiesta del afecto. Siempre se colaba algún aprendiz de erudito que esperaría alguna sesuda disertación sobre el cine japonés, a ser posible sin subtítulos. El pedantuelo quedaba literalmente petrificado cuando Néstor pedía ver ‘La verbena de La Paloma’, en cualquiera de sus versiones.
En aquel 1965 llevaba yo tres años siguiéndole por estos mundos. Detestaría incurrir en el autobombo si digo que fui el primer barcelonés a quien conoció recién salido de Cuba. Sólo así se explica que llegase a mostrarme impúdicamente las partes más humanas de su personalidad, en una situación desesperada. Estaba inaugurando un doble exilio: el primero, allá en los años cuarenta, llevó a su familia a la isla, huyendo de la gran noche del franquismo; el segundo, en 1962, le devolvía a la ciudad natal huyendo de la represión en Cuba (evidentemente, yo no creía entonces que represión y castrismo pudiesen ir juntos). El encuentro tuvo lugar en el estudio del fotógrafo cubano Germán Puig, otro de los grandes amigos de juventud. Néstor acababa de bajar del barco, en estado desastroso: sólo le habían permitido sacar su cámara y un par de mudas. No exagero: Germán tuvo que comprarle urgentemente un jersey en unos grandes almacenes.
Aquella noche le llevé a una fiesta singular, a la que también asistía Jaime Gil de Biedma, para quien Néstor tenía algunas cartas de presentación. Seamos sinceros: Jaime trató al ‘gusano’ con extrema dureza. Años después, en su jardín del Ampurdán, me contaba que siempre se arrepintió de aquella reacción, pero Néstor nunca pudo olvidarla. Acaso porque era el mismo trato que recibió de cuantos intelectuales izquierdistas intentó frecuentar en Barcelona. No se ha contado suficientemente que si no se quedó entonces fue debido al desprecio de la progresía local. No digo que no fuese lógico: en aquella época todos nos sentíamos capitanes. Pero también es curioso destacar que algunos se han vuelto hoy anticomunistas furibundos.
Después de aquel ‘party’ tan agresivo, Néstor Almendros lloró mucho, y lloró por partida doble. Eran las fiestas de la Merced, y la ciudad mostrábase particularmente engañosa: un encanto de ciudad, parecía. Caminamos durante horas por todos los rincones que servían a Néstor para recobrar su imagen de adolescente, a través de las pequeñas cosas, los cines conocidos, los antiguos programas dobles. Al dolor de dos exilios se añadía la tragedia de un pasado imposible de recobrar.
Fascinado por el personaje, seducido por su aureola romántica, y adivinando en su desarraigo el mío propio en un futuro, le seguí hasta París. Entre los intelectuales y profesionales ‘highbrow’ de aquella ciudad también estaba de moda ‘la revolución cubana’, de manera que los desprecios fueron los mismos que en Barcelona, hasta que llegó Jeanine Rouch, y muy especialmente Juan Goytisolo, para quien Néstor siempre tuvo palabras de reconocimiento. Pasar de la pobreza absoluta, de ser tratado constantemente de ‘gusano’, hasta afirmar su talento en obras de Rohmer, Rouch o Truffaut, implica un itinerario que pertenece a la historia del gran cine europeo. Pero sigue importando a mi homenaje todo cuanto Néstor aportó a mi propia historia, más pequeña.
Cientos de confidencias escapan ahora a borbotones, y una vez más Néstor Almendros dirige el baile. Lo que aprendimos de él en aquella época tenía un valor incalculable. Una simple postal, enviada desde cualquier rincón del mundo, contenía un mensaje que servía a mis intereses culturales. Era la búsqueda constante, potenciada por alguien que podía acercarme al mismo tiempo a Balzac y a Robbe Grillet, a Dziga Vertov y a Minnelli, a la luz de Vermeer y a las pinturas pop de Liechenstein y Warhol. Era como una cámara que arrancase a la realidad sus secretos más preciosos para restituírnosla, convenientemente enriquecida.
Pere Gimferrer siempre dijo que Néstor era entrañable. Es rigurosamente cierto. Tenía algo del experimentador constante mezclado con la inefable ternura de una ‘tieta’ barcelonesa. No le hubiera disgustado esta comparación. Él mismo se las hacía de parecido signo, como aquel día en que, teniendo al islam literalmente metido en la alcoba, introdujo a Israel en la habitación vecina. Solía decir, con su delicioso humor, que se encontraba igual que Claudette Colbert: "Entre dos banderas".
Nunca me cansaré de agradecer a Néstor Almendros que llegase a mi juventud para dominar mi primer aprendizaje. Me enseñó a leer la gran literatura y a ver el cine -tanto el grande como el ínfimo- con mirada distinta. A pocos como a él podría yo aplicar aquel fragmento sublime de la ‘Commedia’, en que Dante expresa su reconocimiento a Virgilio: "Tu se’ lo mio maestro e ‘l mio autore...". Es uno de mis fragmentos preferidos, pero acaso resulte improcedente hablar de alguien tan moderno desde la compleja geometría de un infierno medieval. Es una pena que no exista ya aquella productora del leoncito, la que presumía de tener más estrellas que el propio cielo. Éste y no otro habría sido el lugar adecuado para una presunta eternidad de Néstor, discutiendo con Paul Hesse o Clarence Sinclair Bull sobre el ángulo más fotogénico de la reverenciada Marlene. Polémica a que no habría lugar si Néstor se hubiese decidido a hacer su autorretrato. Todos sus ángulos fueron irreprochables.
Era inevitable que la noticia me llegase por voces dignas de crédito: las de Miriam Gómez y Guillermo Cabrera Infante, hermanos de Néstor, más que amigos. Nuestra conversación fue dramática. Empezamos a saber demasiado de muertes injustas, y la de hoy nos sacudía hasta aturdirnos. Me lo decía Guillermo: "Esta muerte se está llevando a los mejores". Curiosamente, había escrito yo algo parecido en la revista ‘Tiempo’. Suele ocurrir que los mejores también son los irreemplazables. Néstor Almendros pertenecía a esa raza. Con él desaparece alguien que ha influido positivamente en muchas personas. Las referencias a mi propia experiencia son aquí inevitables. Hace exactamente 30 años, Néstor Almendros entró en mi vida, y a partir de entonces estuvo siempre presente en mi carrera. Es muy probable que nadie haya ejercido sobre mí una influencia tan decisiva en un momento tan determinante. Tenía yo 20 años. Una ilusión tan fugaz como cualquier otra, si bien se mira.
Tengo en las manos el original del libro de memorias ‘El peso de la paja’, que Néstor leyó en plena redacción. En los márgenes aparecen sus comentarios sobre geografías, películas, sucesos parecidos en dos tiempos muy distintos: su infancia y la mía, dentro y al margen del Ensanche, respectivamente. Están ahí esas acotaciones que la muerte convierte en reliquia inapreciable. ¡Ojalá no lo fueran! Significaría que Néstor estaría dispuesto a criticar mis próximas cuartillas. Siempre lo había hecho, y no sólo desde mi primer libro: ya desde mis primeros artículos, tan lejanos. Empezó dándome consejos sobre cine, donde su sabiduría era inmensa. No tardó en pasar a la literatura. Su opinión literaria era clarividente, finísima, exenta de dogmatismo. Fue el primero que me habló de cierta novela de un joven argentino empleado en unas líneas aéreas. El joven se llamaba Manuel Puig; la novela era ‘La traición de Rita Hayworth’. Algunos integrantes del mundillo cultural –‘of all things!’- se han atribuido después este descubrimiento. Es mentira de ‘marketing’. Nadie jugó con tanto ahínco la carta de Puig como Néstor y Juan Goytisolo, cada uno desde sus dominios. Patrocinó también Néstor carreras cinematográficas, itinerarios críticos, vocaciones eclécticas. No descartaré su afición a convertirse en confidente sentimental. Demostraba un humor capaz de desdramatizarlo todo con un comentario ligero, generalmente de origen ‘camp’. De cómo tal personaje de Joan Crawford reaccionaría ante un extravío del corazón; de cómo habría solucionado tal ruptura una vieja, olvidada diva del cine italiano. Estoy hablando de un tiempo en que nuestra ortodoxia ceñía su repertorio de referencias a los férreos dogmatismos de ensayistas como Guido Aristarco o George Sadoul, a quienes Néstor solía tratar de ‘beatos’. Su desprecio por el cine pedante -lo ‘arty’- nunca le impidió realizar profundos acercamientos a los grandes autores. Precisamente el verano pasado compré en uno de los innumerables quioscos de Atenas una revista ‘yanqui’ que publicaba su artículo sobre Eisenstein, escrito con un rigor ejemplar y, como siempre, con una amplísima libertad de criterio. Paradójicamente, un cineasta tan mimado por la crítica internacional sentía un sorprendente impudor cuando veía publicado alguno de sus textos. Precisaba urgentemente una opinión, buscaba el elogio del lector con mayor ahínco que el Oscar de Hollywood. Y me está contando Gimferrer con cuánta increíble tenacidad enviaba, en plena agonía, las coiones de su último libro.
Tengo aquí fotos que Néstor me había hecho a lo largo de los años, en muchas ocasiones y en lugares distintos, pero muy especialmente las de una época tan lejana como 1965. Se trata de un grupo familiar en una casa donde ya no vivo, con unos padres que ya no tengo, y amigos que, por suerte, conservo: Pere Gimferrer, siempre fiel a Néstor; mi hermana Ana María Moix, y Vicente Molina Foix, a la sazón efebo. Todos eramos principiantes, con actividades que todavía oscilaban entre el cine y la literatura, a excepción de José Luis Guarner, otro de los fieles. La comunicación con Néstor fue instantánea; su entrega, absoluta; la nuestra, incondicional. Con los años, los antiguos amigos de Barcelona nos acostumbramos a sus dos visitas anuales, considerándolas una gran fiesta del afecto. Siempre se colaba algún aprendiz de erudito que esperaría alguna sesuda disertación sobre el cine japonés, a ser posible sin subtítulos. El pedantuelo quedaba literalmente petrificado cuando Néstor pedía ver ‘La verbena de La Paloma’, en cualquiera de sus versiones.
En aquel 1965 llevaba yo tres años siguiéndole por estos mundos. Detestaría incurrir en el autobombo si digo que fui el primer barcelonés a quien conoció recién salido de Cuba. Sólo así se explica que llegase a mostrarme impúdicamente las partes más humanas de su personalidad, en una situación desesperada. Estaba inaugurando un doble exilio: el primero, allá en los años cuarenta, llevó a su familia a la isla, huyendo de la gran noche del franquismo; el segundo, en 1962, le devolvía a la ciudad natal huyendo de la represión en Cuba (evidentemente, yo no creía entonces que represión y castrismo pudiesen ir juntos). El encuentro tuvo lugar en el estudio del fotógrafo cubano Germán Puig, otro de los grandes amigos de juventud. Néstor acababa de bajar del barco, en estado desastroso: sólo le habían permitido sacar su cámara y un par de mudas. No exagero: Germán tuvo que comprarle urgentemente un jersey en unos grandes almacenes.
Aquella noche le llevé a una fiesta singular, a la que también asistía Jaime Gil de Biedma, para quien Néstor tenía algunas cartas de presentación. Seamos sinceros: Jaime trató al ‘gusano’ con extrema dureza. Años después, en su jardín del Ampurdán, me contaba que siempre se arrepintió de aquella reacción, pero Néstor nunca pudo olvidarla. Acaso porque era el mismo trato que recibió de cuantos intelectuales izquierdistas intentó frecuentar en Barcelona. No se ha contado suficientemente que si no se quedó entonces fue debido al desprecio de la progresía local. No digo que no fuese lógico: en aquella época todos nos sentíamos capitanes. Pero también es curioso destacar que algunos se han vuelto hoy anticomunistas furibundos.
Después de aquel ‘party’ tan agresivo, Néstor Almendros lloró mucho, y lloró por partida doble. Eran las fiestas de la Merced, y la ciudad mostrábase particularmente engañosa: un encanto de ciudad, parecía. Caminamos durante horas por todos los rincones que servían a Néstor para recobrar su imagen de adolescente, a través de las pequeñas cosas, los cines conocidos, los antiguos programas dobles. Al dolor de dos exilios se añadía la tragedia de un pasado imposible de recobrar.
Fascinado por el personaje, seducido por su aureola romántica, y adivinando en su desarraigo el mío propio en un futuro, le seguí hasta París. Entre los intelectuales y profesionales ‘highbrow’ de aquella ciudad también estaba de moda ‘la revolución cubana’, de manera que los desprecios fueron los mismos que en Barcelona, hasta que llegó Jeanine Rouch, y muy especialmente Juan Goytisolo, para quien Néstor siempre tuvo palabras de reconocimiento. Pasar de la pobreza absoluta, de ser tratado constantemente de ‘gusano’, hasta afirmar su talento en obras de Rohmer, Rouch o Truffaut, implica un itinerario que pertenece a la historia del gran cine europeo. Pero sigue importando a mi homenaje todo cuanto Néstor aportó a mi propia historia, más pequeña.
Cientos de confidencias escapan ahora a borbotones, y una vez más Néstor Almendros dirige el baile. Lo que aprendimos de él en aquella época tenía un valor incalculable. Una simple postal, enviada desde cualquier rincón del mundo, contenía un mensaje que servía a mis intereses culturales. Era la búsqueda constante, potenciada por alguien que podía acercarme al mismo tiempo a Balzac y a Robbe Grillet, a Dziga Vertov y a Minnelli, a la luz de Vermeer y a las pinturas pop de Liechenstein y Warhol. Era como una cámara que arrancase a la realidad sus secretos más preciosos para restituírnosla, convenientemente enriquecida.
Pere Gimferrer siempre dijo que Néstor era entrañable. Es rigurosamente cierto. Tenía algo del experimentador constante mezclado con la inefable ternura de una ‘tieta’ barcelonesa. No le hubiera disgustado esta comparación. Él mismo se las hacía de parecido signo, como aquel día en que, teniendo al islam literalmente metido en la alcoba, introdujo a Israel en la habitación vecina. Solía decir, con su delicioso humor, que se encontraba igual que Claudette Colbert: "Entre dos banderas".
Nunca me cansaré de agradecer a Néstor Almendros que llegase a mi juventud para dominar mi primer aprendizaje. Me enseñó a leer la gran literatura y a ver el cine -tanto el grande como el ínfimo- con mirada distinta. A pocos como a él podría yo aplicar aquel fragmento sublime de la ‘Commedia’, en que Dante expresa su reconocimiento a Virgilio: "Tu se’ lo mio maestro e ‘l mio autore...". Es uno de mis fragmentos preferidos, pero acaso resulte improcedente hablar de alguien tan moderno desde la compleja geometría de un infierno medieval. Es una pena que no exista ya aquella productora del leoncito, la que presumía de tener más estrellas que el propio cielo. Éste y no otro habría sido el lugar adecuado para una presunta eternidad de Néstor, discutiendo con Paul Hesse o Clarence Sinclair Bull sobre el ángulo más fotogénico de la reverenciada Marlene. Polémica a que no habría lugar si Néstor se hubiese decidido a hacer su autorretrato. Todos sus ángulos fueron irreprochables.
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