2012/04/21

DOCUMENTACIÓN | TESTIMONIOS | CHOCOLATE, LECHUGAS Y CINE QUINQUI

Chocolate, lechugas y cine quinqui.
Escrito por Pepo Jiménez | Jot Down, 2012-04-21

https://www.jotdown.es/2012/04/chocolate-lechugas-y-cine-quinqui/ 

Dicen que en un casting del director Eloy de la Iglesia había más síndrome de abstinencia que en diez conventos de clausura. A uno de los padrinos del cine quinqui le gustaba emborracharse de realidad para repartir personajes en sus películas. Esa realidad de cucharas ennegrecidas, elásticos mohosos y pelotillas de papel de plata. Las papelinas como papel protagonista. Un cine profético que condenaba a los actores a interpretarse a sí mismos a ‘caballo’ del guión-oráculo y la jeringuilla compartida.

Pero no fue el bueno de Eloy más que uno de los mecenas de un subgénero arraigado al Campo de la Bota, las VPO del barrio de la UVA o un pequeño estanco en Vallecas. El director José Antonio de la Loma bautizó el género pariendo tres sórdidos ‘Perros Callejeros’ a finales de los setenta, poco después de abandonar el ejercicio del magisterio para jóvenes marginales en otro barrio de putas con cultura: el chino de Barcelona.

Al otro lado de la realidad, la España de Naranjito crecía fascinada viendo quemar supermirafioris a el Meca (Jesús Arias Aranzueque) en ‘Deprisa, Deprisa’; pirómano drogado por el fuego y su hedor a ‘plasticurri’. Con el dolor inhumano de la cercenación fálica de el Torete (Ángel Fernández Franco) en ‘Perros Callejeros’. O la falsa candidez angelical de un José Luis Manzano embrutecido por las tetitas de la Verdú en ‘La Estanquera de Vallecas’. Homenaje cañí a las ubres de la ‘Amarcord’ de Fellini. Los tres actores acabaron sin lechugas y matando las malvas de sus tumbas con toda la mierda acumulada en sus venas.

La droga atrapó a esos delincuentes juveniles tanto como los vaqueros acampanados a sus genitales. El plató de la calle solo hizo pública sus vidas para retrasar o acelerar —según se mire— el empujón a ese abismo sin retorno. Algunos, como a José Antonio Valdelomar, les valió una sola película (‘Deprisa, Deprisa’) para desvirgarse en la farándula y asomarse rápidamente al precipicio. Se perdió el estreno porque le detuvieron antes atracando ‘cinematográficamente’ —según la ‘pasma’— una sucursal bancaria en la madrileña calle Ríos Rosas. Por 167 ‘napos’. Del atestado policial se filtró su confesión de tirarse al ‘jaco’ durante el rodaje del film de Carlos Saura “para dar más realismo a mis escenas”. Un Stalisnaski dopado y con síndrome de abstinencia. Murió de sobredosis en Carabanchel unos años después. No fue el único.

Esta simbiosis entre ficción y realidad se explica una y otra vez con el anecdotario de los suculentos rodajes. Recién estrenados los ochenta, Eloy de la Iglesia dio la alternativa a José Luis Manzano en 'Navajeros'. Un joven de diecisiete años que no sabía leer ni escribir y que probablemente solo balbucease la jerga suburbial de la UVA de Vallecas, ideal para alimentar el hiperrealismo ratero de estas estrellas analfabetas y convertirse en una versión barata y castiza del Neorrealismo de Pasolini. Por eso, en su primera película, tuvo que ser doblado a su propia lengua madre. El rodaje transcurrió entre la clandestinidad, las clases de lectura y dicción pagadas por Eloy y las descomunales bacanales en su piso. La productora exigía rodar en cinco semanas pero los permisos del ayuntamiento de Madrid no llegaron y decidieron salir a la calle puestos y con lo puesto. En una de las escenas, José Luis Manzano —que daba vida a el Jaro— tenía que robar las bolsas de la compra a una actriz que paseaba por la calle confundida entre peatones ajenos al rodaje. Le arrancó las bolsas a la carrera, para más tarde ser apaleado y llevado a comisaría en volandas por los mismos peatones que ignoraron la cámara de Tony Cuevas. No fue la única vez.
“Hay un mimetismo en lo escabroso, y vas entrando en unas áreas de sordidez alucinante. Es un miedo incontrolado que no deja de atraerte. Yo descubrí en mí mismo eso de lo que tantas veces te permites hablar y opinar: lo marginal.” Eloy de la Iglesia.
La vida de José Luis Manzano se entiende más por sus películas que por foros y hemerotecas. Fábula y certeza se funden en el documental antropológico que fue su existencia. Las estrellas quinquis como él —mitos de la marginalidad— no interpretaban, simplemente vivían al límite. Unas veces con cámara de testigo y otras a solas con el mono. Discernir eso es lo que nos enganchaba a todos. En realidad Eloy apadrinó legalmente a Manzano y se lo llevó a su casa para sacarle de una marginalidad de los que se sabían pobres y meterle en otra de los que se creían ricos. Y lo hizo hasta tres veces.

Cuando Eloy de la Iglesia cayó en el mismo pozo con el que había estado cinco películas coqueteando, Manzano ya vivía en la calle, el Pirri —su amigo de rodajes— había muerto de sobredosis y lo más parecido al cine quinqui era ‘El Lute’ de Imanol Arias. Manzano fue rescatado del despeñadero por Pedro Cid, un sacerdote de Getafe especializado en síndromes de abstinencia de jóvenes excluidos. Pero cada vez que Eloy veía a Manzano recuperado le lanzaba el cebo de sus mejores recuerdos. Y Manzano sucumbía de nuevo a los encantos de la ‘dama blanca’. Y vuelta a empezar con el cura. Así hasta 1991, cuando el chico fue detenido y condenado a 18 meses de cárcel por robar un bolso en la Gran Vía al estilo de el Jaro. La Quinta Galería de Carabanchel fue su tumba. Salió para morir en el retrete del piso de Eloy el 20 de febrero de 1992. Su juguete se rompió definitivamente. No más alucinaciones.
“Todo el mundo puede pensar que he utilizado a estos chicos. Mentira. Es al revés. Ellos me han utilizado a mi como un medio de expresión para dar a conocer su problema. Si la película crea ambiente se podrán pedir responsabilidades. Para mi esa responsabilidad empieza en la Administración”. José Antonio de la Loma sobre ‘Perros Callejeros’
El Torete era el príncipe del ‘chocolate’. El mote artificial fue obra de José Antonio de la Loma para la película ‘Perros Callejeros’, pero en la calle le conocían antes como el Trompetilla, por la corneta de su padre. Canutos, gasolina y jaco. Zancos para llegar a los pedales. Bordón 4 y los Chichos de banda sonora y una mujer como directriz y columna vertebral en su corta pero intensa existencia: la Sole. Con 15 años ya había participado en más de 100 atracos a gasolineras y joyerías con la banda de Pepe ‘el Majara’ pero “Sin una gota de sangre y sin robar a un pobre” como le gustaba recordar. Según el Vaquilla, Ángel Fernández Franco no tenía madera de delincuente y era un poco blando. Pero a él mismo le gustaba recordar en todas sus entrevistas que inspiró aquella escena de duelo en ‘Perros Callejeros’ retando de pie, sin inmutarse, al coche de policía a variar su trayectoria. El Torete falleció de un SIDA prestado en jeringuilla en 1991, cuando estaba intentando rehacer su vida con su mujer e hijo en Murcia. Otra cruz más.

Torear a el Vaquilla fue aún más complicado. Juan José Moreno Cuenca no vestía la candidez, ingenuidad y docilidad de Manzano o de el Torete. Era un delincuente crónico, maduro y enquistado en su redención. Su cara daba más miedo y su currículo, antes de su primera película, incluía ya tres hermanos muertos trágicamente, 13 años de experiencia carcelaria, un motín y una mujer fallecida accidentalmente aplastada bajo las ruedas del ‘buga’ cuando forcejeaba por su bolso. Un reptil tan escurridizo que fue encarcelado aún siendo menor de edad y fuera de toda legalidad para evitar sus constantes huidas de los reformatorios. Era el niño de la Cárcel Modelo y un pésimo actor que daba muy mal a cámara. Tanto que José Antonio de la Loma, después del casting para ‘Perros Callejeros’ y sin la autorización pertinente del juez, no contaría con él para interpretar a el Torete, su alter ego en el celuloide. Su debut y esperpento interpretativo tuvo que esperar a la primera escena de su biopic: ‘Yo, el Vaquilla’.
“El Torete, el Vaquilla y sus compañeros robaban, a sus 12 años, 5 o 6 coches cada día solo por el placer de conducir. Eran unos mocosos que rompían a llorar cuando se les detenía”. Miguel Infantes García, Jefe de la Policía Judicial de Poble Nou.
«Dale caña, Torete, que es robado»... fue uno de los gritos de guerra de toda una generación de espectadores embobados por la realidad paralela de extrarradio. Espectadores que mezclábamos las andanzas de Parchís con las de el Torete, las aventuras de Enrique y Ana con los pajotes de el Pirri o las canciones de Teresa Rabal y las bellotas con nivea de los ‘Colegas’ Manzano y Antonio Flores. ¡No nos pidáis cordura ahora!

La saga quinqui fue para algunos solo una escuela de delincuencia. El verdadero Jaro confesaría más tarde que aprendió y puso en práctica técnicas delictivas —como el tirón a la abuelita— después de ver a el Torete en ‘Perros Callejeros’. Nada más lejos de la realidad, la verdadera escuela de criminalidad fue el índice de paro de finales de los setenta, legado del régimen franquista y del vacío institucional de una supuesta ‘transición modélica’. Todo ello regado con la nieve y el caballo importado por la burguesía adinerada y por las clases sociales más castigadas por la reconversión industrial, saltando de vena en vena hasta convertirse en la pandemia adictiva de toda una generación.
“El problema de ‘Perros Callejeros’ nace con el crecimiento excesivo de las ciudades. Todos vienen atraídos por las fábricas, el dinero, las horas extras. Llegan, no tienen trabajo, duermen donde pueden, los chavales anodadados… Se mezclan con los habituales de la delincuencia, no van a la escuela. No hay dinero o no quieran invertirlo en eso, no sé. Entonces se sublevan contra sus propios limites.” José Antonio de la Loma

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