2007/06/17

DOCUMENTACIÓN | TESTIMONIOS | PEPE GUTIÉRREZ: GERMÁN PEDRA, OSCAR WILDE Y EL MOVIMIENTO 'GAI'

Germán Pedra, Oscar Wilde y el movimiento “gai”.
Pepe Gutiérrez Álvarez | Kaos en la Red, 2007-06-17

https://archivo.kaosenlared.net/germ-n-pedra-oscar-wilde-y-el-movimiento-gai/ 

Conocí a Germán Pedra una mañana de domingo allá por la mitad de los años sesenta.

Hacía algunos años que éramos vecinos, y él ya me conocía. Vivía en los bajos del número 61 de la calle Simancas, y servidor en los del 58, una calle con una salida de bajada angosta y resbaladiza donde mi madre se partió la pierna, que coincidía con una ventana que iba ser la luz de un escenario muy particular. Una proximidad que no obviaba una diferencia de edad y de ámbito, él era un niño que estudiaba y yo un muchacho que trabajaba, y muchas horas, y desde luego, la vida en aquella Barcelona que no se parecía en nada a la del pueblo, donde todos se conocían. Con todo, aquella calle mantenía todavía un cierto aire de “corrala”, y los vecinos se trataban y se ayudaban en lo que podían.

Mi familia formaba parte del aluvión emigrante de la época, la suya era de las pocas catalanas (pobres por supuesto) que habitaban su propia lengua en un barrio que en unos pocos años había dejado de ser un espacio abierto con algunas viviendas aisladas y muchos huertos, para convertirse en uno con más habitantes por metro cuadrado del planeta.

Siempre bien peinado, vestido con primor, Germán era un punto y aparte entre los chavales de su edad, algo que lo distanció del ambiente mientras yo permanecí más o menos por el margen del medio o sea igual y distinto al mismo tiempo. En su mayoría eran niños de familias más o menos desestructuradas (aunque solamente fuera porque eran muchos y los padres trabajaban casi siempre), de difícil escolarización que se manifestaron pronto bastante hostiles a aquel chiquillo de trazos delicados, con sus gafitas de repelente niño Vicente de La Codorniz, un sabihondo en absoluto dado a los juegos de aquellos chicuelos que dedicaban la mayor parte de su tiempo a corretear y hacer travesuras.

Era ya mayor cuando todavía recibía algún que otro improperio con las obvias connotaciones machistas de los que no le aceptaban. Germán entonces respondía subrayando la diferencia: ¡Mira que son burros e impresentables¡…

Creo no equivocarme en señalar que este duro contraste tuvo una influencia en su extraña relación con el vecindario, sobre todo con aquel más próximo a su edad. En general, se puede afirmar que Germán no supo nunca lo que significaba ser niño en las calles y en los amplios solares, su comportamiento era más propio de aquellos chicos modelos que aparecían en las tarjetas de felicitación que regalaban los papas en los cumpleaños. Era un niño con risitos, que destacaba con sus rasgos finos, un aspecto exterior de buena familia, y para colmo, una silueta y una voz aflautada que para los más “burros” eran más propios de las niñas. Este distanciamiento ya se había forjado en sus primeros años cuando su padre, que había vuelto furtivamente del exilio, consideró que no era conveniente que Germán frecuentara los demás niños de la actual Plaça Guernica (y que antaño “gozaba” del nombre de Plaza del Caudillo), dado que parte del vecindario estaban formados por guardias civiles o municipales, y no era cuestión de tener problemas que podían comenzar por una ridícula pelea de chiquillos. De hecho, en el cambio de domicilio familiar también tuvo que ver la necesidad de un mayor anonimato si cabía, y Pedra era muy discreto en sus entradas y salidas.

Esta suma entre la distancia obligada y el estilo personal influyó en acentuar en Germán un cierta pose aristocrática que revistió un simbología presuntamente viscontiniana (Visconti siguió siendo un aristócrata cuando se hizo marxista) que con el tiempo no hizo más que desarrollar. Recuerdo que cuando yo me preparaba para abordar el bachillerato, él accedió a darnos clases a mi y algunos chicos más, y lo despectivo que llegaba a ser con las torpezas de estos, a los que trataba de zopencos a la primera. Actuaba como si no los perdonara, como si les devolviera bofetada por bofetada. Mostraba esta actitud de superioridad cultural y elegancia siempre que podía. Valga una muestra: Germán optaba siempre por pagar la “preferencia” en los cines, cuando, para mi estupor no podía ser porque facilitaba mejor la visión, tal como me aseguraba, ya que dichas preferencias cambiaba de lugar según que cine. De hecho existían para que un sector del público pudiera separarse del más llano, a veces compuesto por las familias de la zona barraquista que podía ocupar literalmente los cines mientras hablaban y gritaban al tiempo que devoraban las pipas o lo que les deparaba las fiambreras entre película y película.

Más tarde siguió mostrando esta pose cultista cuando tomaba parte en algún que otro debate público y creía identificar entre los animadores o entre los que intervenían, personas que de alguna manera reproducían las maneras torpes de los chiquillos del barrio. Recuerdo nítidamente cómo se tomó una exposición de pintura que se organizó en el Centro Social de la Florida y en la que el “pintor” era un muchacho hijo de antiguos militantes comunistas, con los que por entonces teníamos conflictos de ideas, yo en primer grado, él en segundo o quizás tercero. El muchacho quería ser pintor, pero estaba todavía muy lejos de saber siquiera aproximarse a un dominio de las formas más elementales, aquellas que habíamos admirado en alguna que otra exposición, como una extraordinaria de Zurbarán. Evidentemente, la exposición resultaba tan petulante que aquellos cuadros parecían una burla de los modelos clásicos que el pintor amateur trataba de copiar. Ni que decir tiene que sentimos la irresistible tentación de “tomarle el pelo” al “camarada”. Sin embargo, mientras que a mí me resultaba imposible no mantener una parcela de reconocimiento e incluso otorgarle un cierto dominio de los colores, Germán siguió siendo inclemente, y no pudo abandonar un enfoque sardónico que, por supuesto, no pasó inadvertido entre gente modesta y bienintencionada que mascullaba: “Pero este niño, ¿qué se ha creído?.

Entre otros muchos ejemplos me viene a la memoria una torpe presentación de la película Cromwell para hablar de la revolución democrática, efectuada por un joven comunista del barrio de La Florida que se había aprendido cuatro cosas sobre la revolución inglesa, pero que no sabía absolutamente nada sobre los conflictos entre los Tudor y los Estuardo, y no digamos de la guerra de las Rosas… El joven –un muchacho comunista madrileño que estaba como “refugiado” en el barrio, que luego fue un buen amigo y se aproximó a nuestra posiciones más abiertas-, contestó de la mejor manera que supo. A él no se le podían pedir más conocimientos, y reconoció que había tenido que realizar un gran esfuerzo para hacer una presentación que no le correspondía. En estos caso, a Germán no le dolían prensa para pedir disculpa, o incluso de ofrecer una documentación mayor para que estas cosas se hicieran lo mejor posible. Lo que no quitaba que su intervención (la propia de un “profe” que le pregunta al alumno como podía ser tan burro), provocara la reacción de los que sabían todavía menos que el ponente.

Ni que decir tiene que a mi también me tocó en más de una ocasión recibir su estocada, en particular en temas como la sexualidad en la que tanto tenía que aprender, sobre todo en la práctica. En el caso recuerdo una discusión en el tiempo que siguió la muerte del gran dictador. Entre mis primeras lecturas sobre la cuestión me llamó la atención unas líneas en la que se podía entender que los hombres sufrían una crisis periódica que, de alguna manera, podía ser comparable con la menstruación femenina, un tema sobre el que lo ignoraba prácticamente todo al igual que mis hermanas, que se enteraron cuando les llegó, o sea antes que yo. Lo dije sin mucha convicción en medio de una charla sobre feminismo ante un público de mujeres con voluntad de radicalización. Germán aprovechó el momento para dejarme en ridículo. No solamente trató de poner en evidencia que no sabía de lo que estaba hablando, sino también dejó caer que menda –al contrario que él que ya tenía muy clara su identidad sexual-, era un puritano reprimido de cuidado. Está claro que no le faltaba razón.

Entonces, su vida sentimental ya era bastante agitada, y la mía no había sobrepasado el estadio de los prolegómenos.

No deja de ser curioso que fuesen sus padres los que “me descubrieran”.

En aquel entonces yo me estaba apartando de mis amigotes de los primeros tiempos. Esto no pensaban en otra cosa que en “pasárselo bien”, y eso significaba fútbol, baile y chicas, esto último de una forma bastante irrisoria. Yo ya había dejado la pasión estéril por el fútbol para centrarme en el cine. Lo de las salas de baile era un tormento dada mi timidez casi enfermiza y la convicción de que nunca aprendería a moverme con una chica al lado. En cuanto a estas, aparte de que no confiaba en absoluto en poder acceder a la dama de mis sueños, me parecía ridículo el juego de los piropos tontuelos aprendidos de mis amigotes, y humillante las respuestas de algunas de ellas, sobre todo cuando pasaban en grupos. Una de las manifestaciones de este distanciamiento pasó afortunadamente por no querer fumar, algo que si harían todos los demás ya que necesitaban dar la imagen de “hombre” tal como se expresaba entonces, sobre todo en el cine. Mis amigos eran chicos emigrantes como yo, obreros en su mayoría de la construcción, algunos de mi propio pueblo y otros de pueblos semejantes.

Después de ser uno más durante unos años, me fui creando una nueva silueta, la de un chico serio y aplicado, vestido con cierta elegancia por mamá, y desde 1963 con unas gafas que eran muy propios de alguien que ocupaba su tiempo leyendo libros por todos los rincones posibles. Esto no lo hacía por ninguna pose particular de lector, sino porque en nuestro piso vivíamos hasta tres familias (exactamente tres hermanos, con sus respectivas esposas más los niños y la abuelita) con algún que otro añadido circunstancial, y obviamente carecía de un espacio donde poder concentrarme. No deja de resultar curioso que esta actitud mía de apartarme del grupo, de no buscar chica y de leer tanto, fuese tildada por algunos de mis amigotes, como propia de un seminarista o lo que era peor, de un “sarasa”.

Como esto de la lectura pues resultaba tan poco habitual, Lola y Francecs no dejaron de percatarse de que yo siempre llevaba un libro conmigo fuese a donde fuese, y pensaron que podía convertirme en un posible amigo del Germán, quizás el único posible en aquel páramo en el que los jóvenes ya tenían el camino marcado: trabajar, aprender en lo posible un oficio, reunir dinero para encontrar pareja, casarse, tener hijo, y no complicarse la vida.

Está claro pues que nuestro primer encuentro no fue fruto de la casualidad, ni mucho menos. Ocurrió en la bodega en la que Germán compraba el vino para su padre, y en el curso de un programa de cine que daban en la TVE que comenzaba con la música de Jacques Tati, y en el que hablaba con un tono muy profesoral un crítico gafudo llamado si no recuerdo mal Joan Munsó Cabús. En casa todavía tardaríamos años en tener TV, y esta era la única que yo tenía a la mano y la aprovechaba para ver algunas series de difusión cultural como una biografía de Francisco Quevedo al que interpretaba Carlos Lemos, y cuyo guionista era Carlos Muñiz, al que yo ya conocía gracias a la revista ‘Primer Acto’, llevada por el mismo equipo de la revista ‘Nuestro Cine’, y ambas vehículos de una izquierda intelectual en el área próxima del PCE. Me ponía de pie delante del aparato haciendo caso omiso del fragor de los tertulianos, y nadie me decía nada, supongo porque también era cliente, sobre todo del futbolín que se ponía al rojo vivo los domingos por la mañana.

Aquella noche el programa versaba sobre Ingmar Bergman que había sido estrenado entre nosotros como un cristiano ferviente quizás un poco complejo, un empaquetamiento que se efectuó mediante una deformación de los diálogos de algunas de sus películas que como ‘El manantial de la doncella’ o ‘El séptimo sello’, se habían estrenado aquí e incluso habían llegado a los cines de barrio en los que, por cierto, no se pasaban únicamente películas como las del tristemente célebre programa actual de TVE, también nos llegaba buena parte del mejor cine norteamericano y europeo. Por entonces yo había leído algún que otro artículo sobre Bergman en ‘Nuestro Cine’, y por lo tanto estaba sobre aviso de las deformaciones de la censura, y por ahí transcurrió una primera conversación después de que con sus o­nce años, Germán me preguntara si me interesaban las películas de Bergman.

Si no fue al día lo sería el siguiente, el caso es que comenzamos a coincidir en el trayecto del Bus que nos dejaba en el metro de Santa Eulalia, y durante el trayecto empezamos a hablar de cine y de otras cosas, siempre desde un sentido crítico básico, o sea desde el reconocimiento de que el régimen estaba interesado en mantener al pueblo en el miedo y la ignorancia. Al llegar el primer domingo, Germán me vino a buscar con una revista llamada ‘El Correo de la UNESCO’ en las manos. Hasta aquel momento yo me había limitado a ver cine, a aproximarme al cine más crítico, y a leer como dios me dio a entender mis primeros libros, normalmente obras editadas en la colección Pulga, y de autores conocidos como Walter Scott, Julio Verne, etc. El Correo era otra cosa, hablaba de la arqueología y la presa de Asuán, de Antón Makarenko y de su ‘Poema Pedagógico’, un trabajo que pasaría de mano en mano por mucho tiempo, de la historia del superviviente de una tribu india que se daba por exterminada, y que había sido adoptado por una universidad norteamericana donde se había convertido en un estudiante verdaderamente privilegiado, un detalle que, ni que decir tiene, me causó un impacto considerable. Era lo que a mi me hubiera gustado ser.

Tampoco había tenido ocasión a lo largo de mi vida de conocer a alguien con la capacidad que mostraba Germán que muchas veces no parecía un niño, aunque otras sí, otras parecía un niño malcriado, un hijo único que además había llegado al mundo después de que sus padres hubieran perdido otro que tuvo desde el primer momento problemas serios de salud, y que según contaba Lola en las pocas ocasiones que recuerdo haberle escuchado hablar de él, era patizambo, y después de un regreso tan dramático. No había duda de que Germán estaba destinado a gozar de toda la cultura que sus padres habrían querido tener, y que tanto deseaban para todo el mundo. No pasaron muchos días para que me hablaran de la escuela Montesori, y para que me contaran lo que este nombre significaba. Germán me contó que recibía clases de la señorita Llibert, que en catalán quería decir Libertad. El que le había puesto su padre, un antiguo compañero…

La casa de la familia Pedra era algo parecido a un cuchitril. Para acceder a ella desde la propia Calle Simancas había que bajar unos escalones de tierra que cuando llovía eran un peligro como pudo comprobar mi buena madre que un día resbaló y se rompió una pierna, con lo que ella era para la casa que no dejaba hacer nada a nadie. Desde abajo aparecía como al final de un callejón, en suma, era un lugar de paso, y desde fuera se podía averiguar si sus dueños estaban o no en casa. Su carácter de pasaje obligatorio se mostró una dificultad considerando que en aquel cuchitril no solamente se hablaba de “política”, o sea de temas subversivos., sino que además sus moradores tenían la voz y el genio fuerte de manera que lo que decían se podía escuchar sin dificultades al pasar. Y no digamos cuando al Cisco le daba por cantar ‘A las barricadas’ después de haber cumplido con uno de sus mayores placeres: comer bien y abundantemente, charlar por los codos, beber sin reparos vino del porrón, y recordar los años jóvenes, cuando estas canciones se cantaban a pleno pulmón en las empresas y en las calles.

Tiempos en los que la lucha por la felicidad pasaba por la camaradería y por soñar.

Al llegar a su casa se podía llamar por el timbre o bien por un golpe por la ventana, también se podían hacer señales si ellos te veían. El calor del recibimiento contrastaba con la exigüidad de los espacios. Al abrirse la puerta se pasaba directamente a un comedor donde apenas si cabían cuatro personas sentadas. Al comedor daban otras dos puertas, una que nos llevaba a la habitación del matrimonio, otra daba paso a una pequeña cocina desde la cual se entraba a la pequeña habitación del Germán en la que cabían una pequeña cama, una silla con una mesita y aquellas estanterías de buena madera en la que recuerdo las ediciones recientes de Aguilar de las Obras Completas de Oscar Wilde, García Lorca, y creo también que de William Shakespeare, amén de otros autores, no demasiados porque no había lugar para mucho más. De la cocina se pasaba a un rincón donde estaba el WC, la máquina de cocer, y que daba a través de una ventana a otro rincón del vecino con el que mantenían mejor relación. En la misma casa vivía el Pedro, un niño procedente de Extremadura que pasaba por ser el tonto buenazo de la calle, y al que sus padres cuidarían con esmero. Lola y Francecs valoraban intensamente el esfuerzo de estar personas y su buen talante trabajador y afable.

(Paseando por Can Serra me encontré con el Pedro más de treinta años después. Hacía tiempo que habían muerto sus padres, y ahora lo cuidaba su hermana, y decía esto con un sentimiento que resultó sobrecogedor para mi compañera que es muy perceptible en estas cosas. Se acordaba perfectamente de mí, y me ofreció numerosos detalles de entonces, en particular sobre la familia Pedra que, en medio de una tendencia general hacia la burla, lo trataron siempre con un exquisito respeto).

Quizás esto era lo primero que te llegaba cuando te convertías en un asiduo, y yo lo llegué a ser durante mucho tiempo de día sí y día también. Nada más entrar me llegó una declaración afectuosa. Hacía mucho tiempo que hablaban de mí, de aquel muchacho serio que iba y volvía del trabajo con un libro debajo del brazo junto con el hatillo con la fiambrera, y se empeñaba por tener cultura en unos tiempos como aquellos en los que los trabajadores carecían de los derechos más elementales, y que no querían ver más allá de sus narices. Pedra era catalán de toda la vida como lo eran sus padres, y Lola como formaba parte de una familia murciana que ya había tenido que emigrar en los años veinte porque el trabajo en la mina del padre no daba para todos. Él se sentía catalán, y que nadie dijera nada de Cataluña, sin embargo no admitía la menor señal de menosprecio de la gente que habíamos tenido que emigrar. Después de esta primera presentación venía otra que hablaba de la importancia del trabajo, temas sobre los que Germán guardaba un prudente silencio siempre que no se extendieran.

Creo que la amistad conmigo le sirvió a Germán para dar unos cuantos pasos apartados de sus padres. Cierto era que estos le permitían una cierta libertad, y que confiaban en él, pero con las limitaciones propias de su edad, también que tenía “amistades”, pero ninguna era de aquellas serias, de tal manera que, por ejemplo, pasaba los domingos por la tarde en casa. Desde que nos conocimos fuimos a la par a toda clase de lugares, por supuesto a los cines de barrio, ahora optando por tal o cual programa después de una larga conversación sobre su interés. También nos hicimos adeptos a los cine-clubs sobre los que Germán poseía una información de la que yo carecía. A veces se trataba de sesiones del sábado o domingo tarde, lo que no representaba ningún problema. Se trataba de coger el Bus y luego el metro, y volver en hora normales. Pero otras veces los pases se ofrecían a las diez de la noche o un poco más tarde, y entonces el problema estaba, primero porque al día siguiente había que trabajar, y luego en volver, sobre todo considerando que mi economía no daba para coger un taxi, es más, ni tan siquiera me lo planteaba. A Germán lo del taxi le parecía elemental, todo un símbolo, y fue con él con quien volví por primera y muchas veces más en un medio de locomoción que costaba cinco veces más que la entrada del cine.

Durante un tiempo nos hicimos adictos a un cine-club universitario que tenía la sala en la Ronda San Antoni, no muy lejos del Mercat donde los domingos por la mañana se establecían los Encantes de los libros donde el Pedra era sumamente conocido entre los libreros que le tenían al tanto de lo que guardaban por los recovecos. Por aquella época Pedra me llevó a la librería de los Porter. En la Puerta del Ángel, a la presentación de un libro llamados ‘Els altres catalans’, de un tal Paco Candel, y cuando el autor iba a hablar, llegaron unos señores que dijeron que aquello se había acabado. Nos fuimos antes de que nos preguntaran que hacíamos allí.

Colocados en algún lugar entre el PSUC y nosotros, los maoístas —en particular el entonces importante PTE, pero también su ala argelina del PCE (internacional), que no dudó en expulsar a uno de sus militantes por liarse con una chica libertaria—, solían convertirse en los partidarios de la mano dura de la Junta. Fueron los más coléricos adversarios de un mural que compuse mediante un extenso collâge de recortes de prensa. Leído a primera vista, era una denuncia del orden existente sobre la base a informaciones, chistes, etcétera. Pero no era necesario ser un águila para vislumbrar que, en su parte final, mezclaba a Stalin como parte del Mal, poniéndolo al lado de Hitler, Pinochet, Nixon y otros. Aquello era ensuciar al jefe del frente antifascista, al continuador de Lenin, etcétera. También asumieron el papel de fiscal en un ejercicio que acabó con la expulsión de uno de los jóvenes más activos de la Liga Comunista, Xavi. Su culpa fue haberse dejado, negligentemente, un paquete de propaganda en secretaría. Entonces no pude intervenir, pero guardé mi cólera por un tiempo, hasta que en una Junta extraordinaria le dio la vuelta a la historia. De acuerdo; mi amigo había sido bastante irresponsable, pero lo eran más los que publicitaron su descuido y no tuvieron empacho en jugar con su nombre. Además, por cosas de éstas se podría expulsar a mucha gente. El momento de mayor crispación vino envuelto en una acusación de homosexualidad. Al volver de uno de aquellos congresos interminables, me enteré que la Junta acababa de aprobar, a instancias de los del partido y de los maos, la expulsión de Germán, que ya había adoptado abiertamente una opción sexual heterodoxa, y de René, una loca que mariposeaba alrededor de uno de los jóvenes. Los dos eran respetados con las mismas armas de la ironía que les eran congénitas.

Tampoco causaban ningún pavor en los padres. A mí me llamaba la atención la distensión con que trataban la marcha de sus hijos, claro que los tiempos eran otros, pero algunos tenían también sus muertos en la familia. Sí preocupó a la mayoría de la Junta, que optó, lisa y llanamente, por una expulsión a la manera soviética. De paso, suponían que se debilitaría la base de apoyo disidente. No fue así. La medida radicalizó al grupo, que no se mostró dispuesto a transigir. Entonces, se barajaron diversas respuestas hasta que se pensó en aprovechar algo en lo que ya se estaba trabajando: el teatro. Germán tenía ya experiencia en diversos montajes. Por su parte, René volaba, literalmente, recitando. Durante una reunión agitadísima en la que René se tronchaba diciendo con su tono de una Virtudes desmadrada -«¡Dios mío! ¡Dicen que yo soy trotskistaaa! ¿Qué es esooo?»-, se me ocurrió la idea de hacer un montaje escénico entorno al poema de Oscar Wilde ‘La balada de la cárcel de Reading’. En pocos días, lo teníamos a punto en el pequeño escenario de la Asociación de Amigos de la Música (AAM), que gerentaba Joan Francesc Marcos.

La representación no se hizo esperar en una sala en la que no cabía un alfiler. Teníamos hasta a la prensa —TeleExpress y Mundo Diario— presentes. Como parte de la obra, me correspondió declamar un prólogo muy trabajado. Su base argumental provenía del libro ‘La revolución sexual después de Reich y Kingsley’, una obra densa de Daniel Guérin, un erudito marxista francés que, a finales de los años treinta, había sido el lugarteniente de Marceau Pivert en el Partido Socialista Obrero y Campesino francés, aliado del POUM. En el presente, era una de las plumas más reputada de la izquierda radical francesa y autor, entre otras cosas, de una célebre antología sobre el anarquismo, así como de un análisis sobre el fascismo y el gran capital. Homosexual y librepensador, Guerin sintetizaba buena parte de los criterios de las ideas de revolución sexual que comenzaban a extenderse entre las nuevas generaciones. También cité ampliamente un texto de Wilde sobre ‘El alma del individuo bajo el socialismo’, el mismo que Tusquets acababa de poner en la calle en una edición muy asequible y que Germán tenía desde los años sesenta en las ‘Obras Completas’ editadas por Aguilar. Luego, René recitó el hermoso descargo de Oscar Wilde como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Además de hermoso, el texto denunciaba la intolerancia victoriana.

El epílogo llegó con el debate calentado por los aplausos. Con la ayuda de Guerin traté de imitar lo que G. B. Shaw atribuía al Trotsky polemista, decapitar para demostrar que en la cabeza no había nada. Aquello de cortar la cabeza de los adversarios, no para quitarles la vida, sino para demostrar que estaban vacías. Me lo permitieron algunos jóvenes maoístas presentes, que aseguraron que en China ya tenían solucionada esta «desviación» con los campos de trabajo y de reeducación. El joven maoísta más conocido aludió a «una unidad de destino —trotskistas y homosexuales— en lo universal» para tener que callar sepultados por una información sobre la que lo ignoraban todo. Como la mayoría de los presentes. Como servidor, poco tiempo atrás. La guinda la puso la prensa. Los diarios se deshicieron en elogios.

Meses después, los jóvenes comunistas del PSUC liderados por la infatigable y eficaz Isabel que los protegía de nuestra influencia como si fuesen polluelos, organizaron, con cierto tono de desagravio, un seminario sobre sexualidad que causó bastante expectación. No encontraron mejor recurso que los médicos y sexólogos (una palabra que la mayoría ignorábamos su existencia) componentes del Instituto Lambda, animado por homosexuales militantes afines al PSUC en su mayoría, pero obviamente radicalizados en este punto. Por aquel entonces, el PSUC ya tenía una posición muy diferente a la de, por ejemplo, el partido comunista argentino que había expulsado de sus filas al gran Héctor Anabitarte, amigo en los años ochenta por partida doble, como compañero del Diario e Barcelona, y afín al Germán, y motivo feliz de diversas cenas que se prologaban en mi piso de pareja gozosa en la cale Olçinellas de Sants, con controversias y anécdotas de todos los gustos hasta la extenuación, ya de buena mañana.

Aquellas conferencias fueron ciertamente legendarias. Los bajos del amplio local asociativo se ponía hasta la bandera con gente de todas las edades que jamás hasta entonces habían escuchado nada parecido, dicho con tanto conocimiento y con tanta elegancia. Para todos los que teníamos claro que había que huir de la pobre y oscura sexualidad de nuestros mayores, cada charla era el prólogo para desairar después interminables conversaciones sobre lo que era correcto o no era correcto. Por lo demás, en nuestro caso, en el de la LC, el asunto conectaba con historias de orgías fabulosas que se habían creído ver detrás de la edición de ‘El combate sexual de la juventud’, de Wilhem Reich, punto que he tratado en un artículo sobre éste último en Kaos. No obstante, Germán no se creía estas historias, y no cesaba de tratarnos como unos reprimidos, especialmente a mí, quizás porque tenía más confianza, y también porque tenía menos riesgo de error.

Además, todos eran amigos de Germán que no hay que decirlo, gozaba de un buen dominio sobre la cuestión, algo que se encargó de demostrar en sus sucesivas intervenciones. Las muy didácticas y rigurosas conferencias del colectivo Lambda fueron demoledoras con las creencias de la vieja guardia comunista educada en aquella moral estaliniana que no permitía ni un triste beso en las películas. Sánchez Laos, que aparecía como el más autorizado, y que reconocía valientemente su deuda cultural con un homosexual de su pueblo, llegó a argumentar que la sexualidad era una perversión fuera de las exigencias «naturales» de la procreación. Los jóvenes maoístas tampoco andaban mucho más allá. Lo primero era la revolución, popular claro, porque la proletaria quedaba para otra etapa.

En esto, la autoridad de los conferenciantes actuó como una proclamación ante una juventud radicalizada contra estas barbaridades. Cuando intervine diciendo que de existir alguna perversión, ésta no podía ser otra que la castidad, los charlistas también la rechazaron. No estaba descartado que ésta pudiera ser una expresión más de las infinitas respuestas humanas al sexo. Al final, el cursillo vino a ser el colofón de nuestras exigencias. Fue una victoria de Oscar Wilde sobre Stalin o al menos así lo entendimos los que creíamos haberla ganado. El estalinismo no era solamente conservador y uniformista, también era castrador.

(No puedo por menos que agradecer la idea de componer este artículo a una nota aparecida en otro anterior, ‘La estrella rosa bajo el franquismo’, que ironiza sobre el asunto cerrando los ojos lo que les sucedió a muchísimos homosexuales rusos ingresados en los campos de concentración estalinianos gracias al vulgar método de atribuir a los “enemigos” semejante acto de barbarie).

Recuerdo que la misma noche de ‘La balada de la cárcel de Reading’, nos congregamos una veintena de jóvenes en casa de los Pedra que estaban ausentes. Había una guitarra, y varias botellas de licores aunque no sabría decir de cuales porque a mí estas cosas ya no me iban. Se habló largo y tendido del acto, de lo que dijo tal o cual o de éste u otro momento, de lo impresionante que estuvo René, del montaje escueto eficaz de Germán, y por supuesto de cómo yo les había tomado el pelo a los “maos”, algunos de los cuales siguió la “juerga” con nosotros.

También en eso nos distinguíamos. Aquello se prolongó hasta que comenzaron a cantar los gallos del corral de un vecino mal encarado, y al final se habían dicho más cosas de la prevista. No sé a quien se le ocurrió hacer una “mesa redonda” en base a las cosas que Guerin atribuía al informe de Master y Johnson, a saber, quién entre los presentes podría precisar con claridad su orientación sexual. No sabría precisar porcentaje, pero creo que entre el ambiente y el alcohol surgió el reno de la sinceridad, y se dijeron muchas cosas que no se suelen decir en la vida. Si algo quedó claro es que ni a René ni a Germán le gustaban las mujeres, “dicho sea con todo respeto” precisó el primero. La única mujer de su vida era su santa madre que lo protegía de todo mal. Así quedaba también claro que lo que argumentaba la pobre Lola Peñalver, que Germán, su hijo, se “había torcido” por un desengaño amoroso, era pura fantasía materna.

La amistad entre Germán Pedra y un servidor se enfrió considerablemente con la política institucional. Después de haber participado como “simpatizante” más bien pasivo de mis aventuras trotskianas, emergió como uno de los notables que daban su apoyo a la creación del PSC-PSOE dentro del cual apareció como uno de los “hombre fuertes” en L’Hospitalet, sobre todo en la batalla por disputarle influencia al PSUC ya liderado por Joan Saura. Los encuentros se fueron haciendo cada vez más espaciados, y mientras él trataba de ponerme algún anzuelo, yo le trataba muy duramente. Le citaba ‘El Gatopardo’ para distinguir tres momentos en la historia socialista. La de los leones (Pablo Iglesias), la de los gatopardos (Largo Caballero), y el de las hienas (Felipe González), y decía esto último pidiéndole disculpas a las hienas.

En uno de nuestros últimos encuentros yo me sentía muy mal por sus relaciones con jóvenes árabes (algo que él adobaba citando el ‘Corydon’, de Gide), y sus entradas y salidas con ellos desde el coche oficial en la calle donde se había criado, y donde le votaban. Estábamos en medio de una cena, y aquella noche Ángel Colom presentaba un Informe Semanal a la mayor gloria de Juan Carlos I, como el Gary Cooper de la democracia… Mientras yo soltaba sapos y culebras, Germán presumía de la foto que había obtenido con su Majestad. Luego tardamos años en vernos, y por más que había una voluntad de mantener la amistad por encima de las diferencias, llegó la primera guerra del Golfo que nos situó en trincheras opuestas. No sin graves contradicciones íntimas, él se había apuntado nuevamente al carro de los vencedores y se había convertido –como Felipe, su maestro- en un liberal que se sigue llamando socialista por conveniencia, para mí el neoliberalismo era algo así como una variante ilustrada y poniente del fascismo, y en algunos casos, todavía más destructor.

El distanciamiento fue tal que casi le perdí la pista hasta que, casualmente, con ocasión de un encuentro de escritores en L´Hospitalet, Joan-Francecs Marcos, me contó que le quedaban pocos días. Estaba ingresado en la Cruz Roja de la ciudad, y su aspecto era más el propio de un superviviente de un campo de exterminio. Aquello me conmovió hasta las entretelas, y durante un par de horas hablamos de todo, todavía tenía ilusiones, estaba preparando un libro de poesía, me quiso convencer que Zapatero era un reformista de verdad, y quedamos para unos días después, pero ya no hubo ocasión.

(*) Lo fundamental de este trabajo está extraído de mi libro, ‘Memorias de un bolchevique andaluz’ (Ed. El Viejo Topo), seguramente el último libro que le regalaron a Germán Pedra en su vida, una vida en la que estos fueron siempre fundamentales.

(1) [¿?] Concretamente en el trabajo de Laurentino Vélez-Pellegrini, ‘Del radicalismo a la gran claudicación. El movimiento gai y lesbiano desde los 80 a nuestros días’, aparecido en la revista ‘El Viejo Topo’ en dos entregas y en la obra de Armand de Fluviá, ‘El moviment gai a la clandestinitat, 1970-1975' (Laertes, Barcelona, 2003).

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