José Luis Manzano y Eloy de la Iglesia en Donostia // |
Prostitución, heroína y comunismo: la terrible historia de amor de Eloy de la Iglesia y Manzano.
En 'Lejos de aquí', el historiador e investigador Eduardo Fuembuena destripa, tras una investigación de once años, los secretos de esta pareja de amigos, amantes y dependientes que triunfaron con el cine quinqui.
Lorena G. Maldonado | El Español, 2021-04-17
https://www.elespanol.com/cultura/20210417/prostitucion-comunismo-terrible-historia-eloy-iglesia-manzano/573694224_0.html
Eloy de la Iglesia era una santería de navajas y besos con lengua, de cabinas reventadas, de voltios en el coche y chupetes mojados en heroína. Un héroe inrreinsertable que quiso airear las cloacas de la Transición y dejó al irse un rosario de esquelas tristes, aunque con él pudo sólo un tumor maligno. De la Iglesia llevaba los años perros de España en las cavidades de la cara, en los hundimientos que van de la mejilla a la boca. Homosexual gozoso, comunista de médula: alojado para siempre en una marginalidad que no terminó de subsanar la democracia.
Extraño y auténtico en medio del tiempo, dueño de un cine vilipendiado por los biempensantes, y por toda la crítica, hasta hace poco -que nos llenamos de nostalgia de su talento-: porque habló de las drogas, de la prostitución, del sexo. El cine quinqui era una oda a los niños malos del extrarradio, al lumpen tierno y atroz, a los excluidos de la verbena democrática: todos aquellos chicos analfabetos que vivían de robos modestos. Ahí José Luis Manzano (Paco en ‘El Pico’) soplando las velas de su dieciocho cumpleaños con la ‘Obertura 1812’ de Tchaikovsky de fondo y los antebrazos negros. "¿Quieres un tirito?". Busca la paz. Ráscate esos picores. "Revienta de potro", como dicen en la película.
Felipe González salía en la televisión. Los Calis cantaban aquello de "Más chutes no, ni cucharas impregnadas de heroína, no más jóvenes llorando noche y día". Las paredes de Bilbao rezaban ETA. La población crecía a la vez que el paro. Las clases ricas salían a exhibir sus alegrías como pavos reales. Claro que la vida era la obra y también el retrato de la España bochornosa. Claro que la realidad se extendía como un virus por las periferias. Eloy -que había dejado Filosofía y Letras en el tercer curso y se había puesto a escribir para medios televisivos- ya llevaba metiéndose desde los 60. Y no sólo se juntó con otros adictos como él, sino que casi los creó, como le sucedió con Manzano.
En ‘Lejos de aquí’, un libro autopublicado por el cinéfilo, cineasta, historiador e investigador Eduardo Fuembuena, se cuenta por fin la historia verdadera -hiperrealista hasta el dolor- de Eloy de la Iglesia y José Luis Manzano. Once años de trabajo para destripar y abrazar un amor de esos locos y viejos, entre la amistad, la complicidad, la prostitución, la simbiosis, el compañerismo, la pasión, la devoción ante el cine, la supervivencia y el tremendo dolor de dos adictos a la heroína y también dos adictos a sí mismos. El uno al otro.
Cuando Eloy conoció a José Luis
Manzano era un chaval de la UVA de Vallecas, aún menor de edad, cuando una noche en medio de su calamidad le dio por rondar los billares del centro de Madrid en busca de algún curro, algún favor, alguna tropelía para pillar algo de pasta. Allí conoció a Eloy de la Iglesia, quien iba a ser su mentor, su maestro, su media mitad, su tremendo amante. Se habían encontrado una vez primera, cuando el chaval tenía 15, pero a los 17 empezarían a ser uno.
“Se vieron en la trasera del cine Carretas. José Luis era uno de tantos chavales que saltaba de un oficio a otro para ganarse la vida”, cuenta Fuembuena a este periódico. Ahí se le ofreció a cambio de subsistencia. A cambio de resquebrajar su destino de lumpen. Primero en cuerpo, evidentemente: luego llegó todo lo demás. Algo había que vender a cambio de esa Derbi Diablo 80 CX5 roja que le compró Eloy, algo había que entregar a cambio de protagonizar las películas más taquilleras de su época, de ‘Navajeros’ a ‘Colegas’ pasando por ‘El Pico’ o ‘La Estanquera de Vallecas’. Fue el rostro de un tiempo roto. De todos esos chavales jóvenes y viejos al mismo tiempo que no tenían futuro desde el momento de su nacimiento.
Venía de una familia muy desestructurada, Manzano. “Una familia con valores férreos, pero populares, digamos, no exactamente tradicionales, sino muy telúricos, muy conectados a la tierra. Eran inmigrantes manchegos de la ola migratoria que se desplazó a finales de los años cuarenta hacia el centro de la península. Su madre era de Urda y el padre que le dio el apellido era de Consuegra, pero si investigas un poco más, la historia es diferente: a lo mejor el padre biológico de Manzano era gato”, desliza, sin querer concretar más. “Esa es otra historia”.
Sin amor y sin futuro
“Manzano tenía muchas carencias emocionales y educacionales. Eran ocho hermanos de distinto grado. Él era el tercer varón. Era de una de esas familias que vivían en focos chabolísticos, en cuevas. El Instituto de la Vivienda creó en esas barriadas viviendas provisionales que se conocían como UVAS. La construcción que se les prometió en el 63 se les entregó a finales de los ochenta, lo que dice mucho de la historia de este país”, expresa. José Luis nunca recibió educación primaria: era casi analfabeto. Su vida era como aquel poema de Mark Strand: “En un campo / yo soy la ausencia de campo. / Donde quiera que esté / yo soy lo que falta”. Su vida era una oquedad constante, un grito silencioso pataleando por atención. Por cuidados. Por dignidad.
Tanto fue así que cuando tuvo un terrible accidente en el que se rompió la columna vertebral, Manzano pasó once meses en el hospital de San Rafael. “Lo recordará toda su vida con cariño porque a sus doce años y medio recibió por fin un afecto que no había tenido anteriormente. La operación fue tremenda. Se le extrae la tibia y se le coloca en la columna con unos clavos. Su crecimiento se detiene. Nunca llegó al 1,70. Pero además jamás tendrá vello facial ni corporal, lo que subrayaba esa apariencia aniñada de eterno adolescente”, relata Fuembuena.
A ojos del investigador, es escandaloso que ese chaval que demostró tantos talentos interpretativos no tuviera una carrera mayor, de corte internacional. ¿Por qué no tuvo más oportunidades a partir del 86, con ‘La Estanquera de Vallecas’, hasta su fallecimiento en el 92? La belleza de Manzano era descacharrante. Desarmante. Había algo desquiciantemente triste en su cara, una hermosura herida que avisaba de todos los malos presagios, de todas las malas horas. El cabello rizado. La mandíbula cuadrada. Una diminuta nariz de boxeador. Una especie de ángel maldito, frágil, gamberro a la vez, callejero, envalentonado sólo en la ficción, colmado de una ternura incomparable.
Sexo y víctimas
¿Fue una víctima Manzano de Eloy de la Iglesia? “Bueno, consensuaron un pacto según el cual Manzano obtendría algo que hacer en la vida, ya que no había tenido la oportunidad de desarrollarse profesionalmente por las tasas de paro de la juventud, tan altas… estos chicos no eran del interés de los políticos reformistas, no. Entonces él acepta y Eloy lo elige como intérprete, así que le enseña a leer, a transmitir, le da nociones de cultura… lo convirtió en un privilegiado, y Manzano responde como había aprendido a responder: con disposición, estando prácticamente a su merced”, revela.
“Claro que había una faceta sensual y carnal. La relación nació así. De ese intercambio: un encuentro sexual a cambio de compensación económica. Pero todo va más allá y Eloy tiene la intuición y la valentía de apostar por este chaval. No creo que José Luis fuese consciente de que se estaba prostituyendo. Era algo muy común en la época y también lo hacían los militares totalmente heterosexuales”, comenta. “Para demostrar su hombría o para redondear su sueldo o para tener un estatus económico mínimo le hacían este tipo de servicios a los señores. No sólo a los señores. Mucha gente humilde tenía esa apetencia sexual y buscaba a chavales de 15 o 16 años”.
La policía, dice, hacía oídos sordos. “Sabían que existía esta actividad económica subterránea en plena puerta del Sol, pero el código penal no contemplaba que eso pudiese pasarle a un varón. Además, entonces la edad de consentimiento eran 14 años, ahora 16. Y además vivimos en la dictadura de lo políticamente correcto y todo tiene estos aires tan puritanos… es lógico que ahora nos resulte chocante y escandaloso”, concluye.
Pero había amor, recalca, porque “el amor pertenece al mundo de las ideas y significa poner tus ideas en otro ser, proyectarse en otro ser, y eso fue lo que hicieron juntos”. Ambos fueron vulnerables, ambos fueron dependientes y ambos -juntos- construyeron una gran poética del lumpen. “En la crítica triunfaba más Manzano que Eloy, porque era un estupendo actor natural, pero las películas de De la Iglesia no eran bien recibidas en las publicaciones de masas, sólo se celebraban en revistas del partido comunista, Mundo Obrero, o en revistas marxistas… pero todo el mundo destacaba la interpretación de aquel joven de 17 años como el Jaro en ‘Navajeros’. Destacaron su valor interpretativo y lo llegaron a comparar con José Luis Gómez en ‘La estanquera de Vallecas’”.
Heroinómanos y amantes
Mientras tanto, obviamente, “los amores y las apetencias de José Luis iban por otros derroteros”: “Tuvo sus novias y se las ocultaba a Eloy de la Iglesia o él apartaba la mirada. Era un chaval heterosexual, aunque sentía mucha dependencia emocional de Eloy. Tampoco Eloy le era exclusivo, porque era muy promiscuo y él estaba en una situación de privilegio”. Pero había algo de posesión ahí, porque el cineasta se encargó de que nadie más contratase a Manzano, de que todos entendieran que era suyo. Pronto la atracción física se diluyó y su relación se centró en el mundo del cine.
“Aunque por otra parte a Eloy le venía bien tener a una persona que estaba siempre a su servicio, que le solucionaba un montón de problemas y cualquier necesidad cotidiana que pudiera tener. José Luis era extremadamente servicial, pero todo se complicó cuando ambos se engancharon a una sustancia tremenda como los opiáceos, la heroína, y a partir de ahí todo gira alrededor de conseguir la dosis. Eran heroinómanos que se aislaban en su mundo aunque estuviesen rodando una película”, cuenta. Si hacían falta 4 gramos de caballo al día, Eloy los compraba. Luego llegaron los tiempos malos, la falta de chavos. Las peleas. Las tensiones. Incluso las amenazas por parte del chaval al director para que le diese más heroína.
En el 88, al contrario de lo que se pensaba, Eloy dejó de consumir heroína, pero Manzano vivió siempre con reenganches y recaídas, como El Pirri. ¿Qué cree Fuembuena que hubiera sido de él si hubiera seguido vivo? “Lo he hablado con sus familiares y con sus seres cercanos. Pensamos que en José Luis había una tendencia muy marcada a la fatalidad. Si miras a los chicos que se criaron con él, a sus primos maternos o sus compañeros de la UVA de Vallecas, acabaron igual. El camino iba a ser siempre terrible, o incluso peor. Se hubiera enganchado al caballo igual, hubiera tenido una muerte violenta como la que tuvo. Quizás menos cinematográfica, pero habría muerto por enfermedades derivadas del VIH, un tiroteo con la policía o una sobredosis. O hubiera durado menos. Él era consciente de la desgracia que le marcaba”, revela.
Marxismo y muerte
Habla del niño como un chaval “con una personalidad no construida, pero una persona muy generosa, de alma muy bella, muy entregado a los demás”. Un chico desclasado, sin más signo político que la supervivencia, aunque acabó diciendo, por ósmosis con Eloy, que era comunista, aunque no sabía enunciar ningún dogma marxista. No le importaba, en verdad, traicionar a los de su clase. Tenía que vivir. Vivir, también, para consumir. Consumía por pánico a la soledad, por miedo, por aislarse del horror del mundo.
Cuando intentó salvarse -o dejarse ayudar por los sacerdotes que acogían a los errantes en sus parroquias- ya era demasiado tarde. El único reproche que se le puede hacer a alguien es a las clases altas de la sociedad y a los supuestos popes de la democracia. Al final, Eloy acabó temiendo a Manzano. “Temía su propia creación, el monstruo que había construido y que le reclamaba droga con violencia… ya le era casi un objeto abandonado en un Rastro”. Un día apareció muerto en su apartamento en la calle Rafael de Riego número 5, cerca de Atocha. Eloy no fue al tanatorio ni a entierro. Temía a su familia.
La intención de Fuembuena con este libro ha sido retratar “cómo dos historias humanas se unen para cambiarlo todo”, aunque al final no cambien nada: “Por un lado ese mundo de los chavales de barrio con un pie en la delincuencia que necesitan sustancias y luego un grupo de intelectuales marxistas… ambos, juntos, intentan cambiar este país como buenamente pueden; los primeros, de manera inadvertida, sin ser conscientes del hecho, y los segundos, intentando imponer un modelo de sociedad que no se producirá”. Es tan hermosa y desgarradora esa frustración. “Quisieron cambiarlo todo, pero al final no consiguieron siquiera cambiarse a ellos mismos”.
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