La tragedia del amor imposible.
Eduardo Haro Tecglen | El País, 1987-01-18
https://elpais.com/diario/1987/01/18/cultura/537922801_850215.html
El público. De Federico García Lorca (1930). Intérpretes: Alfredo Alcón, Antonio Duque, Pedro María Sánchez, Chachi, Tomás Alonso Martínez, Carlos Manuel Díaz, Joan Miralles, Ismael Abellán, Asunción Sánchez, Esther Gala, Maite Brik, Angel Pardo, Vicente Diez, Macho Bresso, Carlos Bresso, Carlos Belasco, José Luis Santos, Maruchi León, Manuel de Blas, Paola Dominguín, Juan Echanove, Chema de Miguel Bilbao, Valentín Paredes, José Coronado, Carlos Iglesias, Gaspar Cano, Francisco Lahoz, Maruja Boldoba, Manuel Márquez, Walter Vidarte. Escenografía y vestuario: Fabià Puigserver con Frederic Amat. Música de Josep Maria Arrizabalaga. Dirección: Lluís Pasqual. Estreno, teatro María Guerrero. Madrid, 16 de enero.Nunca creí que los textos que forman ‘El público’, de Lorca, supusieran una obra homosexual, sino una tragedia del amor como acto incompleto o imposible; como un fracaso de la totalidad. amorosa sexual, como aparece constantemente en su teatro de símbolos heterosexuales, sea ‘La casa de Bernarda Alba’, ‘Yerma’ o ‘Bodas de sangre’. La tensión homosexual que efectivamente aparece en toda la escritura, y ahora en la representación, es una parte expresiva de un todo amoroso.
Cuando se acude a una primera representación de un texto y un autor muy conocidos no se pueden evitar los prejuicios; se tiende a creer que la lectura hecha por uno mismo y su imaginación a solas es lo que vale, y este puede llevar a la injusticia de no aceptar la interpretación dada por el director de escena. En este caso, he sentido la tendencia de creer que Lluís Pasqual ha entendido la obra en este mismo sentido de lo trágico y lo imposible, de la persecución del uno por el otro de los amantes, huida siempre por la transformación, por la transmutación de la materia amada; que ha unido sin suturas visibles los distintos fragmentos hasta darles una unidad y que ha exaltado, sobre todo, lo que parece básico en la obra: la angustia entre lo real y lo fingido, tomada por la metáfora del teatro, de lo que subyace en el teatro o lo que debe salir al aire libre y crear una posibilidad de transformación. Sería ‘El público’, incluso, un auto sacramental invertido, una eucaristía laica; casi el revés de lo que fue ‘El gran teatro del mundo’, o una especie de rebelión contra la idea calderoniana del Autor Omnímodo -en este caso, el personaje es el Director de Escena- y las formas de libre albedrío: el mismo título de ‘El público’ sería, si se aceptase ese caso, la toma de posición o de conciencia del otro extremo de Calderón. Quizá no menos pesimista, pero sí con una ambición libertaria. Cuando se habla en esta obra de la destrucción del teatro no sólo se está diciendo algo al pie de la letra, sino el de un orden establecido, el de unos residuos ideológicos de una violencia sobre el amor y el sexo: habrá que repetir que como todo su teatro y como toda su poesía: algo que le llevó a la muerte.
Creo que la labor artística de Lluís Pasqual es la de hacer todo esto ostensible con un texto evidentemente incompleto, en el que su autor había sido críptico en el lenguaje y en la superposición de escenas, pero al mismo tiempo sincero y espontáneo en la expresión de su forma de pensamiento trágico. La forma de unidad que da a un texto desunido, la continuidad de acciones tan evidentemente dispares como la crucifixión y las siete palabras con la canción del ‘pasto bobo’, la cuidadosa elaboración de metáforas escénicas como la superposición de telones o los pequeños detalles de ‘atrezzo’, la continuidad, el trabajo unido de los actores -dentro de las inevitables diferencias de calidad entre ellos-, son los valores esenciales que creo encontrar. Es decir, que, según mis lecturas y mis sentimientos hacia Lorca y esta obra, hay una concordancia entre lo escrito y lo bellamente representado. Lo cual, naturalmente, no impide que se intenten otros caminos de esclarecimiento.
Arena azul
Otros aspectos de la representación parecen secundarios. La conversión del entero patio de butacas del María Guerrero en enorme espacio de arena azul me parece más bien parte del intento bien conseguido y bien trabajado de la fabricación del acontecimiento que algo en favor de la obra; incluso se pueden encontrar razones en contra, como la de la limitación (del número de espectadores por representación o la diferencia de óptica o de audición, incluso de la apreciación del trabajo de los actores, según la localidad que se ocupe. Está inscrito dentro de la política de acontecimiento, de una exposición de magnitudes y de posibilidades económicas, y es un fenómeno extrateatral que, sin embargo, se va convirtiendo peligrosamente en condición del teatro regulador, del teatro de Estado (o de municipio, o de cualquier otra alotropía) y va teniendo su mimetismo en lo que queda de teatro privado.
El vestuario y la escenografía de Fabià Puigserver están, naturalmente, perfectamente inscritos en toda la encarnación de la obra, en su belleza visual, como es costumbre en este creador y en su larga colaboración con Lluís Pasqual. La música de Arrizabalaga tiene la virtud también de ser lorquiana, de encajar sin estridencias.
Hay una buena interpretación de conjunto, rota por algunas intervenciones pésimas, pero elevada por otras: por el ímpetu desgarrado de Alfredo Alcón, por la cantidad de matices de voz y colocación de Pedro María Sánchez, sobre todo en su relación con Maruchi León en su metáfora de Julieta: una actriz joven que comienza y que, más que obtener rasgos profundos de su personaje, pone su presencia. Como hay ironía en la breve aparición de Walter Vidarte, brío y expresión en los que hacen los ‘caballos’... Y la pequeña pero justa y medida aparición de Echanove, que fue especialmente aplaudida.
Para saber la acogida del público habrá que esperar más tiempo. El aforo está, como queda dicho, enormemente reducido por el aprovechamiento de todo el espacio, para escenario, y el par de cientos de localidades disponibles estaba repartido de antemano entre espectadores ‘de calidad’, de forma que el verdadero público -el que da título y carne metafísica a la obra- tuvo que estar ausente. Hay pocas dudas de que la reacción va a ser favorable y el espectáculo va a gustar o, probablemente, a entusiasmar. La comprensión de esta obra es menos difícil de lo que lo hubiera sido en su tiempo; además de la forma facilitadora que le da Lluís Pasqual está el transcurso del tiempo y la acumulación de teatro y otros medios de expresión de la literatura dramática que han ido formando a los espectadores en estos casi 60 años, y una manera más libre de ver los problemas sexuales y amorosos. Lo cual demuestra -otra vez- que Lorca fue un adelantado en su tiempo; sobre el propio superrealismo que le alimentaba -o al que alimentaba él- y sobre el existencialismo, el teatro del absurdo, la libertad de unidades, las abreviaturas de lenguaje que le iban a continuar.
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