Francis Bacon muere en Madrid a los 82 años.
El último gran representante de la escuela expresionista estaba ingresado en una clínica afectado por una pleuresía.
Juan Cruz | El País, 1992-04-28
https://elpais.com/diario/1992/04/29/cultura/704498410_850215.html
El último gran representante de la escuela expresionista estaba ingresado en una clínica afectado por una pleuresía.
Juan Cruz | El País, 1992-04-28
https://elpais.com/diario/1992/04/29/cultura/704498410_850215.html
Asmático, Francis Bacon murió del corazón, agitado por una respiración difícil, con sus pulmones fatalmente deteriorados al final de su vida. Cada vez pintaba menos y cada día se acentuaba más, al final de su vida, la raíz de su escepticismo. En su rostro se mostraba a veces ese padecimiento, y además se registraba la terrible angustia que le convirtió en un testigo airado de este siglo.
De cerca, Francis Bacon era como sus cuadros, con su rostro mezcla de velocidad y de rabia, como un hombre airado que estuviera despidiéndose siempre, de la vida y de los otros; con sus ojos redondos, inquisitivos e insoslayables; con su boca sinuosa y leve, pero mordida, interior, violenta; con sus pómulos desiguales y enjutos en una cara que acababa en un pelo rebelde, repeinado y simbólico: una cresta con la que culminaba una barbilla huidiza como el propio conjunto de su cuerpo.
Tenía 82 años y una leyenda tan exagerada de bebedor empedernido, protagonista de una bohemia siempre al borde del abismo, que se le imaginaba físicamente destruido. Al contrario, su rostro era juvenil, terso, bien cuidado; vestía, además, con una elegancia descuidada y sutil que combinaba un calzado violeta deportivo con una casaca suave de cuero opaco y una camisa de rayas a juego con los zapatos. Se hubiera pensado también, atendiendo a la biografía que se le construyó a base de sobreentendidos, que se sentaría delante de sus contertulios y lanzaría sobre ellos un desdén absoluto, el desdén del genio. No era así: extremadamente delicado y sutil, se sometía a la conversación, incluso en sus aspectos más rutinarios, e intervenía en ella tímido y nervioso, como si él justamente esperara aquella reacción de los demás.
'Gentleman' británico
Y no era así sólo porque fueran a verle periodistas y tuviera que mejorar una imagen que, además, a él no le importaba nada: la última vez que le vimos fue a finales del pasado año, en un bar muy conocido de Madrid, acompañado de un amigo español. Vestía entonces un traje gris cortado para él, repetía rayas en su camisa, esta vez blanca, y usaba sobre su cuerpo entonces algo azotado por la noche una corbata de seda que afilaba aún más su apariencia de ‘gentleman’ británico de paso por España. Venía muchas veces, y pasaba aquí temporadas como la que ha precedido a su muerte: era un enamorado de la cultura atrabiliaria de este país y un visitante común del Museo del Prado, donde Goya y Velázquez eran sus fuentes principales de placer y de nostalgia: ya nadie pinta como ellos, decía aquella tarde que le vimos en Londres.
Cuando le visitamos en la Galería Marlborough de Londres acababa de terminar su penúltimo cuadro, un tríptico autobiográfico que le tuvo ocupado muchos meses en un estudio desvencijado -según él: pocas veces permitió que los demás lo vieran- del norte de Londres, donde vivía. El cuadro le mostraba a él, con su flequillo invariable, desde una ventana de un cuerpo ajeno, como si contemplara lo que había sido su relación con los otros y con la propia velocidad de la vida.
El cuadro estaba allí, expuesto como una despedida, y se lo dijimos: "Es una despedida. Todos los cuadros son una despedida". Fue su penúltima obra, y acaso la última, porque inmediatamente comenzó otro cuadro -otra despedida, la última-, y no llegó a acabarlo porque en el curso de su proceso le disgustó. Extremadamente exigente con los otros -un día le dijo en Tánger, al final de una borrachera, a un pintor amigo suyo: "Qué gran tipo eres, pero qué mal pintas"-, lo era también consigo mismo hasta niveles crueles, y como si aquélla fuera una metáfora de esa actitud displicente con la obra acabada, esa tarde en que le vimos apenas miró su obra cuando entró en la habitación donde estaba expuesta como objeto único, y luego cuando el fotógrafo Chema Conesa le hizo posar ante el tríptico para una sesión de fotos en color lo hizo primero a regañadientes y luego dio por concluida su propia exposición de una manera abrupta, sin paliativos. Mary Cruz Bilbao, la responsable de la Galería Marlborough en España, que estaba en la entrevista, definió así esa actitud elusiva de uno de los mejores pintores del siglo: "Daba la impresión de ser culto y salvaje al mismo tiempo".
Llegó a la entrevista con un levísimo ataque de asma, la enfermedad que ahora ha desatado la crisis cardiaca. Su mirada helaba. Era alternativamente la del cuadro y otra más feroz, aquella que no se permitía ningún desliz hacia la trivialidad. Cortante, seco y educado, fue desgranando el mundo de sus obsesiones: no era irlandés ni de ningún sitio, y tampoco se veía como compañero estético o cultural de James Joyce o de Samuel Beckett, que eran sus coterráneos más famosos. La vida era un accidente, una marca, algo que nos sucede y sobre lo que nosotros no podemos hacer nada. La pintura es como respirar, pero respirar es más importante. De este siglo quedará un color oscuro o color de sangre. La pintura quedaría obsoleta si el cine cumpliera con sus funciones, pero la industria del dinero lo ha estancado. ¿Algunos genios del siglo? No hay genios, eso son tonterías. ¿Picasso? Quizá, pero pintó tanta basura.
Durante la entrevista no dejó de mirar, pero jamás miró al periodista, como si éste fuera un testigo opaco de sus palabras difíciles y aceradas, así que se fijaba, siempre que tenía ideas placenteras que le permitieran sonreír, en Mary Cruz Bilbao, la directora española de la Marlborough, presente en la entrevista, o en el fotógrafo, cuyo deambular le inquietaba muchísimo: Cuando le vimos más feliz, si esto se puede medir en un hombre tan intenso, fue cuando nos enseñó reproducciones suyas de viejos cuadros y cuando explicó con todos los detalles posibles para su parquedad cómo hizo su Inocencio X a partir de una postal de la famosa obra de Velázquez, y cómo siguió utilizando postales, imágenes inmovilizadas pero violentas, llenas de vida, para hacer toda su obra. Pero no quería hablar de su obra. ¿Para qué? Ésa era la pregunta principal de todo su discurso.
Cuando dio por concluida la sesión fotográfica y la entrevista volvió a recoger del suelo su bolsa de cuero, se subió levemente la cremallera de su casaca y ofreció su mano tensa: en su mirada había el desencanto feroz de un testigo que tenía detrás de la mirada la rabia de un siglo.
De cerca, Francis Bacon era como sus cuadros, con su rostro mezcla de velocidad y de rabia, como un hombre airado que estuviera despidiéndose siempre, de la vida y de los otros; con sus ojos redondos, inquisitivos e insoslayables; con su boca sinuosa y leve, pero mordida, interior, violenta; con sus pómulos desiguales y enjutos en una cara que acababa en un pelo rebelde, repeinado y simbólico: una cresta con la que culminaba una barbilla huidiza como el propio conjunto de su cuerpo.
Tenía 82 años y una leyenda tan exagerada de bebedor empedernido, protagonista de una bohemia siempre al borde del abismo, que se le imaginaba físicamente destruido. Al contrario, su rostro era juvenil, terso, bien cuidado; vestía, además, con una elegancia descuidada y sutil que combinaba un calzado violeta deportivo con una casaca suave de cuero opaco y una camisa de rayas a juego con los zapatos. Se hubiera pensado también, atendiendo a la biografía que se le construyó a base de sobreentendidos, que se sentaría delante de sus contertulios y lanzaría sobre ellos un desdén absoluto, el desdén del genio. No era así: extremadamente delicado y sutil, se sometía a la conversación, incluso en sus aspectos más rutinarios, e intervenía en ella tímido y nervioso, como si él justamente esperara aquella reacción de los demás.
'Gentleman' británico
Y no era así sólo porque fueran a verle periodistas y tuviera que mejorar una imagen que, además, a él no le importaba nada: la última vez que le vimos fue a finales del pasado año, en un bar muy conocido de Madrid, acompañado de un amigo español. Vestía entonces un traje gris cortado para él, repetía rayas en su camisa, esta vez blanca, y usaba sobre su cuerpo entonces algo azotado por la noche una corbata de seda que afilaba aún más su apariencia de ‘gentleman’ británico de paso por España. Venía muchas veces, y pasaba aquí temporadas como la que ha precedido a su muerte: era un enamorado de la cultura atrabiliaria de este país y un visitante común del Museo del Prado, donde Goya y Velázquez eran sus fuentes principales de placer y de nostalgia: ya nadie pinta como ellos, decía aquella tarde que le vimos en Londres.
Cuando le visitamos en la Galería Marlborough de Londres acababa de terminar su penúltimo cuadro, un tríptico autobiográfico que le tuvo ocupado muchos meses en un estudio desvencijado -según él: pocas veces permitió que los demás lo vieran- del norte de Londres, donde vivía. El cuadro le mostraba a él, con su flequillo invariable, desde una ventana de un cuerpo ajeno, como si contemplara lo que había sido su relación con los otros y con la propia velocidad de la vida.
El cuadro estaba allí, expuesto como una despedida, y se lo dijimos: "Es una despedida. Todos los cuadros son una despedida". Fue su penúltima obra, y acaso la última, porque inmediatamente comenzó otro cuadro -otra despedida, la última-, y no llegó a acabarlo porque en el curso de su proceso le disgustó. Extremadamente exigente con los otros -un día le dijo en Tánger, al final de una borrachera, a un pintor amigo suyo: "Qué gran tipo eres, pero qué mal pintas"-, lo era también consigo mismo hasta niveles crueles, y como si aquélla fuera una metáfora de esa actitud displicente con la obra acabada, esa tarde en que le vimos apenas miró su obra cuando entró en la habitación donde estaba expuesta como objeto único, y luego cuando el fotógrafo Chema Conesa le hizo posar ante el tríptico para una sesión de fotos en color lo hizo primero a regañadientes y luego dio por concluida su propia exposición de una manera abrupta, sin paliativos. Mary Cruz Bilbao, la responsable de la Galería Marlborough en España, que estaba en la entrevista, definió así esa actitud elusiva de uno de los mejores pintores del siglo: "Daba la impresión de ser culto y salvaje al mismo tiempo".
Llegó a la entrevista con un levísimo ataque de asma, la enfermedad que ahora ha desatado la crisis cardiaca. Su mirada helaba. Era alternativamente la del cuadro y otra más feroz, aquella que no se permitía ningún desliz hacia la trivialidad. Cortante, seco y educado, fue desgranando el mundo de sus obsesiones: no era irlandés ni de ningún sitio, y tampoco se veía como compañero estético o cultural de James Joyce o de Samuel Beckett, que eran sus coterráneos más famosos. La vida era un accidente, una marca, algo que nos sucede y sobre lo que nosotros no podemos hacer nada. La pintura es como respirar, pero respirar es más importante. De este siglo quedará un color oscuro o color de sangre. La pintura quedaría obsoleta si el cine cumpliera con sus funciones, pero la industria del dinero lo ha estancado. ¿Algunos genios del siglo? No hay genios, eso son tonterías. ¿Picasso? Quizá, pero pintó tanta basura.
Durante la entrevista no dejó de mirar, pero jamás miró al periodista, como si éste fuera un testigo opaco de sus palabras difíciles y aceradas, así que se fijaba, siempre que tenía ideas placenteras que le permitieran sonreír, en Mary Cruz Bilbao, la directora española de la Marlborough, presente en la entrevista, o en el fotógrafo, cuyo deambular le inquietaba muchísimo: Cuando le vimos más feliz, si esto se puede medir en un hombre tan intenso, fue cuando nos enseñó reproducciones suyas de viejos cuadros y cuando explicó con todos los detalles posibles para su parquedad cómo hizo su Inocencio X a partir de una postal de la famosa obra de Velázquez, y cómo siguió utilizando postales, imágenes inmovilizadas pero violentas, llenas de vida, para hacer toda su obra. Pero no quería hablar de su obra. ¿Para qué? Ésa era la pregunta principal de todo su discurso.
Cuando dio por concluida la sesión fotográfica y la entrevista volvió a recoger del suelo su bolsa de cuero, se subió levemente la cremallera de su casaca y ofreció su mano tensa: en su mirada había el desencanto feroz de un testigo que tenía detrás de la mirada la rabia de un siglo.
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