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César Manrique: divino, santo y pecador.
Hace 25 años (y un día) falleció en un accidente de tráfico un creador simpar. Provocativo, deslenguado, libre. Llegó distinto tras un viaje que hizo a EEUU y se dedicó a hacer de la isla de Lanzarote toda una obra de arte.
Luis Alemany | El Mundo, 2017-09-26
https://www.elmundo.es/cultura/2017/09/26/59c96ecf46163f2f1a8b45da.html
César Manrique se despertaba temprano, iba a nadar, hacía ejercicios de anillas "como los que hacen los gimnastas en los juegos olímpicos", pintaba en el taller, bajaba a su Almacén en Arrecife (una mezcla de oficina, galería de arte y cine-club) y recibía allí a invitados, a periodistas y a políticos. Por las tardes volvía a su casa de Tahiche y se instalaba en su cuarto de estar, hecho de piedras volcánicas y cojines acharolados, el lugar en el que, según la leyenda, organizaba interminables orgías. Y, entonces, le decía a su ayudante, Carmensa de la Hoz: "Carmensa, ¿Bette Davis o Greta Garbo?". La casa de Tahíche tenía uno de los primeros reproductores de Beta Max que se vieron en España y, gracias a él, Manrique, el supuesto dios Baco de Lanzarote, podía gastar sus tardes en ver ‘La reina Cristina de Suecia’ y películas de ese estilo junto a una veinteañera que llevaba con la boca abierta desde la escena de las anillas. No había orgías. No se fumaba. Sólo se bebía café.
El novelista Manuel Puig se habría vuelto loco de felicidad si hubiera podido asistir a un solo día en la rutina lanzaroteña de César Manrique. El artista canario, héroe ecologista, icono gay, santo y pecador, murió hace 25 años y un día en un accidente de tráfico y, ahora que ya ha pasado el tiempo y la tragedia queda lejos, su historia se puede contar como si fuera una ópera italiana.
Vamos por el principio: César Manrique nació en 1919, en una familia educada de Arrecife. Fue a la guerra con el ejército rebelde y, cuando volvió, quemó su uniforme en la azotea de su casa. Estudió dos años en La Laguna y después se marchó a Madrid a hacer Bellas Artes en la Academia de San Fernando. Conoció a una mujer llamada Pepi Gómez, se casó con ella y juntos se subieron a la espuma de la primera generación de arte abstracto español. La famosa exposición pionera de la galería Clan de Madrid, en 1954, contaba con él en sus paredes. Aunque su papel era secundario.
¿Qué cambió la vida de César Manrique en los siguientes años para disparar su carrera? Hay dos teorías que, a simple vista, parecen compatibles.
Carmensa de la Hoz recuerda que Pepi Gómez murió en esa época y que el artista quedó desolado. Para salir de la depresión, su primo Manolo, psiquiatra, le recomendó un cambio de aires y Manrique se acordó de los amigos neoyorquinos que había hecho en el pequeño mundo del arte de vanguardia. Hasta el magnate Rockefeller había coincidido con él en alguna fiesta y le había invitado a visitarlo en Manhattan. Eso hizo. "En Nueva York se movía en un círculo de artistas latinoamericanos, muchachos pudientes que vivían la bohemia. Mauricio Aguilar y Waldo Díaz-Balart fueron muy amigos suyos. En esa época fue muy feliz y pintó algunos de sus mejores cuadros", recuerda De la Hoz. En América, además, Manrique se acostó por primera vez con un hombre. "Él lo contaba con mucha naturalidad: 'Yo me entregué. Quería ver qué era eso'. Lo que era le gustó. Sobre todo, le gustaban los cuerpos, los apolos, fueran hombres o mujeres".
El otro gran cambio en la vida de Manrique fue casual. Un día, en los primerísimos años 60, el canario fue a comprar lienzos a una tienda de Madrid. En la cola empezó a hablar con otro cliente. "Los dos estaban en el informalismo, en cierta actitud política contestataria. Conectaron y quedaron en contacto", explica el arquitecto Jacobo García Germán, que en 2016 fue comisario de la exposición ‘Fernando Higueras. Las Salinas’. En efecto: el hombre de aquel encuentro era el otro gran dionisio de aquella generación, Fernando Higueras, el mejor socio que tuvo Manrique.
"Higueras era entonces un arquitecto joven y con éxito, estaba en la onda de Fullaondo y de la revista ‘Nueva Forma’. Tenía cierta vocación comercial y llevaba buenos contactos y clientes. Estaba casado con la hija de un catedrático de Arquitectura y era un hombre muy formal, no tenía nada que ver con la imagen disparatada que luego se construyó", explica García Germán. "Manrique se dio cuenta de que su nuevo amigo era un arquitecto al alza y le invitó a visitar Lanzarote. Le decía: 'Tienes que ver aquello'". Y en 1962 embarcaron juntos. Manrique e Higueras emprendieron ese año un "viaje iniciático" que cambió sus vidas.
La teoría de García Germán es que fue Higueras quien abrió los ojos de Manrique a lo obvio: Lanzarote debía ser el tema al que dedicara su carrera. "Por ejemplo, el Mirador del Río tal y como lo conocemos, es una intuición de Higueras. Hay un croquis suyo que luego siguió César". Más allá de obras concretas, los dos comprendieron en ese viaje que Lanzarote era "un mundo encerrado en sí mismo que podía ser un laboratorio para el arte, un lugar donde construirse su ‘isla del tesoro’. Podía ser salvaje y artificial, podía ser la lascivia y la pureza, podía ser el turismo y la arquitectura popular".
Higueras, por su parte, se desinhibió en ese viaje: se divorció, empezó a desafiar todos los convencionalismos sociales y a hacer arquitectura cada vez más arriesgada hasta convertirse en un mito lleno de claroscuros. Pero esa es otra historia.
Manrique no era arquitecto, aunque, según García Germán, aprendió a opinar, primero, y a tomar decisiones después. Así funcionaba el artista lanzaroteño, a base de intuiciones. "César no era un intelectual, lo decía él mismo. Le llegaban los libros y llamaba a Pepe para que se los contara", cuenta Carmensa de la Hoz.
Pepe, esta vez, es Pepe Dámaso, artista grancanario, 14 años más joven que Manrique, protagonista de una preciosa retrospectiva en el CAAM de Las Palmas de Gran Canaria, este mismo año. Carmensa de la Hoz fue la comisaria.
"Yo fui a ver a César cuando la exposición en Clan, en 1954. Ese año estaba en el cuartel de Cuatro Vientos, hacía la mili en Aviación, y quise conocerlo. Me acuerdo de que Carlos Edmundo de Ory había escrito un texto para la exposición y también estaba por allí", dice Dámaso. "De César recuerdo el amor y la pasión con la que defendió su isla, la manera en que lo dio todo para que Lanzarote siguiera existiendo. No hubo homosexualidad entre nosotros. Hubo el cariño de dos hombres que amaban Canarias y el arte".
Dámaso fue el amigo que, durante los años de Nueva York, avivó en sus cartas la nostalgia por Canarias. Después, se convirtió en uno de los grandes defensores de su obra plástica. "Cuando querían atacar a César atacaban a sus cuadros y él sufría mucho por ello. Era injusto: César era un gran artista con cualidades que se adelantaron a su tiempo".
Manrique tenía enemigos, no es ningún secreto: era homosexual y deslenguado. Fue desafiante y después fue poderoso. Durante años, se comportó como el comisario estético de su isla. Reñía a los arquitectos, reñía a los ministros, utilizaba su fama en los medios y exhibía sus amistades en el gran mundo. ¿Fue para bien aquel reinado de Manrique-‘Turandot’? Cualquiera que visite o viva en Lanzarote sabe que, como mínimo, algo bueno quedó.
El novelista Manuel Puig se habría vuelto loco de felicidad si hubiera podido asistir a un solo día en la rutina lanzaroteña de César Manrique. El artista canario, héroe ecologista, icono gay, santo y pecador, murió hace 25 años y un día en un accidente de tráfico y, ahora que ya ha pasado el tiempo y la tragedia queda lejos, su historia se puede contar como si fuera una ópera italiana.
Vamos por el principio: César Manrique nació en 1919, en una familia educada de Arrecife. Fue a la guerra con el ejército rebelde y, cuando volvió, quemó su uniforme en la azotea de su casa. Estudió dos años en La Laguna y después se marchó a Madrid a hacer Bellas Artes en la Academia de San Fernando. Conoció a una mujer llamada Pepi Gómez, se casó con ella y juntos se subieron a la espuma de la primera generación de arte abstracto español. La famosa exposición pionera de la galería Clan de Madrid, en 1954, contaba con él en sus paredes. Aunque su papel era secundario.
¿Qué cambió la vida de César Manrique en los siguientes años para disparar su carrera? Hay dos teorías que, a simple vista, parecen compatibles.
Carmensa de la Hoz recuerda que Pepi Gómez murió en esa época y que el artista quedó desolado. Para salir de la depresión, su primo Manolo, psiquiatra, le recomendó un cambio de aires y Manrique se acordó de los amigos neoyorquinos que había hecho en el pequeño mundo del arte de vanguardia. Hasta el magnate Rockefeller había coincidido con él en alguna fiesta y le había invitado a visitarlo en Manhattan. Eso hizo. "En Nueva York se movía en un círculo de artistas latinoamericanos, muchachos pudientes que vivían la bohemia. Mauricio Aguilar y Waldo Díaz-Balart fueron muy amigos suyos. En esa época fue muy feliz y pintó algunos de sus mejores cuadros", recuerda De la Hoz. En América, además, Manrique se acostó por primera vez con un hombre. "Él lo contaba con mucha naturalidad: 'Yo me entregué. Quería ver qué era eso'. Lo que era le gustó. Sobre todo, le gustaban los cuerpos, los apolos, fueran hombres o mujeres".
El otro gran cambio en la vida de Manrique fue casual. Un día, en los primerísimos años 60, el canario fue a comprar lienzos a una tienda de Madrid. En la cola empezó a hablar con otro cliente. "Los dos estaban en el informalismo, en cierta actitud política contestataria. Conectaron y quedaron en contacto", explica el arquitecto Jacobo García Germán, que en 2016 fue comisario de la exposición ‘Fernando Higueras. Las Salinas’. En efecto: el hombre de aquel encuentro era el otro gran dionisio de aquella generación, Fernando Higueras, el mejor socio que tuvo Manrique.
"Higueras era entonces un arquitecto joven y con éxito, estaba en la onda de Fullaondo y de la revista ‘Nueva Forma’. Tenía cierta vocación comercial y llevaba buenos contactos y clientes. Estaba casado con la hija de un catedrático de Arquitectura y era un hombre muy formal, no tenía nada que ver con la imagen disparatada que luego se construyó", explica García Germán. "Manrique se dio cuenta de que su nuevo amigo era un arquitecto al alza y le invitó a visitar Lanzarote. Le decía: 'Tienes que ver aquello'". Y en 1962 embarcaron juntos. Manrique e Higueras emprendieron ese año un "viaje iniciático" que cambió sus vidas.
La teoría de García Germán es que fue Higueras quien abrió los ojos de Manrique a lo obvio: Lanzarote debía ser el tema al que dedicara su carrera. "Por ejemplo, el Mirador del Río tal y como lo conocemos, es una intuición de Higueras. Hay un croquis suyo que luego siguió César". Más allá de obras concretas, los dos comprendieron en ese viaje que Lanzarote era "un mundo encerrado en sí mismo que podía ser un laboratorio para el arte, un lugar donde construirse su ‘isla del tesoro’. Podía ser salvaje y artificial, podía ser la lascivia y la pureza, podía ser el turismo y la arquitectura popular".
Higueras, por su parte, se desinhibió en ese viaje: se divorció, empezó a desafiar todos los convencionalismos sociales y a hacer arquitectura cada vez más arriesgada hasta convertirse en un mito lleno de claroscuros. Pero esa es otra historia.
Manrique no era arquitecto, aunque, según García Germán, aprendió a opinar, primero, y a tomar decisiones después. Así funcionaba el artista lanzaroteño, a base de intuiciones. "César no era un intelectual, lo decía él mismo. Le llegaban los libros y llamaba a Pepe para que se los contara", cuenta Carmensa de la Hoz.
Pepe, esta vez, es Pepe Dámaso, artista grancanario, 14 años más joven que Manrique, protagonista de una preciosa retrospectiva en el CAAM de Las Palmas de Gran Canaria, este mismo año. Carmensa de la Hoz fue la comisaria.
"Yo fui a ver a César cuando la exposición en Clan, en 1954. Ese año estaba en el cuartel de Cuatro Vientos, hacía la mili en Aviación, y quise conocerlo. Me acuerdo de que Carlos Edmundo de Ory había escrito un texto para la exposición y también estaba por allí", dice Dámaso. "De César recuerdo el amor y la pasión con la que defendió su isla, la manera en que lo dio todo para que Lanzarote siguiera existiendo. No hubo homosexualidad entre nosotros. Hubo el cariño de dos hombres que amaban Canarias y el arte".
Dámaso fue el amigo que, durante los años de Nueva York, avivó en sus cartas la nostalgia por Canarias. Después, se convirtió en uno de los grandes defensores de su obra plástica. "Cuando querían atacar a César atacaban a sus cuadros y él sufría mucho por ello. Era injusto: César era un gran artista con cualidades que se adelantaron a su tiempo".
Manrique tenía enemigos, no es ningún secreto: era homosexual y deslenguado. Fue desafiante y después fue poderoso. Durante años, se comportó como el comisario estético de su isla. Reñía a los arquitectos, reñía a los ministros, utilizaba su fama en los medios y exhibía sus amistades en el gran mundo. ¿Fue para bien aquel reinado de Manrique-‘Turandot’? Cualquiera que visite o viva en Lanzarote sabe que, como mínimo, algo bueno quedó.
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