De un libertino que estuvo en la inopia.
La novela romántica de Vicente Molina Foix tiene mucho de narración generacional, de novela de formación, y no menos de libro de memorias. Esta es la intrahistoria de un grupo de jóvenes que en los últimos años de la década de los sesenta aspiraban a convertirse en escritores.
Fernando Valls | InfoLibre, 2018-03-23
https://www.infolibre.es/cultura/los-diablos-azules/libertino-estuvo-inopia_1_1156578.html
La novela romántica de Vicente Molina Foix tiene mucho de narración generacional, de novela de formación, y no menos de libro de memorias. Esta es la intrahistoria de un grupo de jóvenes que en los últimos años de la década de los sesenta aspiraban a convertirse en escritores.
Fernando Valls | InfoLibre, 2018-03-23
https://www.infolibre.es/cultura/los-diablos-azules/libertino-estuvo-inopia_1_1156578.html
Este libro se nos presenta ya desde el subtítulo como una novela ‘romántica’, pero tiene mucho de narración generacional, de novela de formación, y no menos de libro de memorias, pues aunque alguno de sus episodios esté fabulado, me temo que no pocos lectores la recibirán –sobre todo- como la rememoración de un tiempo pasado. No en vano, buena parte de su atractivo estriba en la presencia, en el protagonismo compartido, de los hermanos Moix (Ana María y el entonces llamado Ramón, luego Terenci), Pedro Gimferrer (pronto Pere), Leopoldo María Panero, Guillermo Carnero y el autor. Todos ellos escritores, y algunos también críticos literarios y cinematográficos, o ensayistas, que han ocupado un papel preponderante en las letras españolas, y catalanas, de las cinco últimas décadas, aunque quizá solo Gimferrer, Carnero y Molina Foix hayan acabado haciendo la obra que de ellos se esperaba. En el caso de Terenci Moix, junto a obras notables (‘El día que va morir Marylin’, 1969; o ‘El peso de la paja’, 1990), nos ha dejado otros libros demasiado torrenciales y complacientes. Si Terenci se fijó en Marylin, su hermana cuenta en sus cartas a Vicente que anda escribiendo una novela titulada ‘Monty no ha muerto’ (p. 344), por Montgomery Clift, nunca publicada que yo sepa.
En el título aparece ya definido el protagonista como un ‘joven sin alma’, en el sentido de alguien que no sabe amar, o como le espeta Ramón: “no tienes corazón, solo curiosidad, y eso no basta” (p. 209). Mientras que en el subtítulo se apunta el género, aunque sea de manera equívoca, porque qué quiere decir aquí ‘romántica’. El caso es que con menos subterfugios de los habituales, el autor se desdobla a su vez en dos personajes: aquel llamado Vicente y el innominado narrador que es durante el presente narrativo, convertido en uno más de los miembros del grupo que protagoniza la narración, un procedimiento útil para intentar objetivarse, distanciarse. Así, todos ellos están vistos en un momento concreto de sus vidas, mientras que tanto el jovencísimo Vicente como el narrador aparecen retratados por el Molina Foix que hoy recuerda, fabula y firma el libro.
Si bien el conjunto aparece dividido en dos partes muy desproporcionadas, pues se componen de 314 y 46 páginas respectivamente, también podríamos parcelarlo en tres épocas, correspondientes –en esencia— a las vivencias del protagonista en Alicante, Madrid y Barcelona. A su vez, esa extensa parte inicial se subdivide en 55 capítulos titulados, excepto los seis primeros que aparecen sin nominar. Y, sin embargo, la fecha clave de toda esta experiencia vital es julio de 1965 (véase, el poema de Gimferrer, “Julio de 1965”) cuando Vicente llega a Barcelona y se encuentra con el resto de los componentes del llamado aquí Grupo de los Seis, unos jóvenes insatisfechos y heterodoxos en su conducta, inquietudes y saberes. Ese año se nos relata centrándose, de manera tan precisa como puntillosa, en dos trimestres y tres meses sueltos, dedicándoles un capítulo independiente a cada uno de ellos (I, 23, 29, 30, 35 y 40), como puede observarse en el índice. Pero, además, el lector aprecia un evidente contraste entre la vida en esas tres ciudades, que tienen que ver con distintas fases de su maduración personal, resaltando sobre todo, respecto a las anteriores, las experiencias que vive en Barcelona. Ana María, por su parte, establece la siguiente comparación entre Madrid (“dicen que tiene siempre una sonrisa profidén”) y Barcelona (“tan seductora, tan bien vestida, a veces saca los dientes y muerde”) (p. 352). Pero, además, aunque la historia privada se centre en unos cinco años, hasta 1969, en el conjunto no se pierde de vista nunca el fondo político de aquella última década del franquismo. Así, por ejemplo, se alude a la manifestación en Madrid, de febrero de 1965, o al encierro en la Facultad, disuelto por los grises a caballo.
La narración empieza siguiendo la cronología vital del protagonista y valiéndose a veces de antiguas fotos, contando los años de Alicante, los ritos familiares y los escolares, las primeras experiencias sexuales, la fascinación por las hermanas Valdés... Pero también rememora los tres veranos decisivos que Vicente pasó en París, entre 1962 y 1964, en los que un chico devoto, incluso lleva cilicio, se convierte en cinéfilo. Hay, sin embargo, dos personajes que destacan en esta etapa: el desterrado doctor Ribas Soberano que salvó a su madre de la muerte; y Camilo José Cela, ante quien su padre lo llevó, en la Alicante en 1962, a que le firmara unos libros. Luego, Vicente lo siguió por la ciudad, asistió a una conferencia e incluso mantuvo dos conversaciones con el escritor. La conferencia de Cela quizá podría desempeñar aquí una función semejante a la que dicta Ortega y Gasset en ‘Tiempo de silencio’. Molina Foix se refiere también en estas páginas a sus padres y a su hermano Juan Antonio, un reconocido experto en cine y literatura fantástica, pero nunca a su hermana mayor, a quien –tras la publicación de la novela- le ha dedicado un sincero y emotivo artículo en forma de carta (“A la hermana perdida”, ‘El País’ Semanal, 3/XII/2017), que bien podría haber formado parte de esta narración, como un capítulo más.
A Madrid, donde ya vive su hermano, llega en 1964 para estudiar Derecho, aunque se muestre mucho más interesado por el cine, por la relación que entabla con los afrancesados de la revista ‘Film Ideal’ (Félix Martialay, Marcelo Arroita-Jáuregui, Juan Cobos, Miguel Sáenz, José Luis Guarner...), y por las actividades de la oposición clandestina, llegando a formar parte de la célula de Atocha del PCE, convertido en Cesáreo. Se trata, por tanto, de un tiempo dedicado a la conspiración y al aprendizaje, a compaginar el conocimiento del surrealismo con el del socialismo, en el que además comienza a ser consciente de su homosexualidad. Y cuando ‘Film Ideal’ se derechizó, Vicente Molina se integra en la redacción de la revista ‘Nuestro cine’, fundada en 1961 y vinculada a la izquierda, junto a Augusto M. Torres y Miguel Marías. Pero para entonces estábamos en el curso 66-67, época en que se cumplían sus amores con la pintora Mari Luz D., casada con un escritor de cuentos del realismo social.
Sus estancias esporádicas en Barcelona, donde se presenta con 18 años, tendrán una gran trascendencia en su vida, por las relaciones que entable con otros jóvenes de su cuerda, hasta acabar abandonando la inopia para en adelante comportarse como un libertino, tal y como el mismo autor ha descrito su transformación. Así, nos cuenta sus amores con el siempre absorbente y melodramático Ramón, quien ya tiene 23 años. Una versión distinta de estos hechos puede leerse en el tercer tomo de sus memorias, ‘Extraño en el paraíso’ (1998), según ha recordado Mainer en una reseña modélica. El caso es que Ramón acabó rompiendo con él por telégrafo, lo que hoy suena antediluviano. A la vez, Gimferrer y Carnero se quedan prendados de Ana María, el primero a su manera, tal y como confiesa: “yo me he enamorado de Ana María aunque en forma un tanto peculiar; ni la quiero ni la deseo; la ‘necesito’ intelectualmente” (p. 204). Ella, por su parte, los quería como amigos, pero los rechazaba en calidad de novios (p. 230). Y, al respecto, no podemos pasar por alto la confesión del joven y siempre atrabiliario Panero: “La sexualidad la veo en sí misma repugnante. Y si pudiera me libraría de ella con mucho gusto” (p. 249).
Además, la llegada a la Universidad supone el descubrimiento del amor, la iniciación sexual, homosexual, y el conocimiento del magisterio cultural, pero también la aspiración de convertirse en buen discípulo de aquellos que saben más que él, pues Molina Foix se presenta como “un provinciano palurdo entre sabios morbosos” (p. 308). Siendo importante la visión del grupo, la amistad que entablan, la rivalidad, los celos que padecen y cierta pedantería, habría que destacar sobre todo las cartas que Ana María, la musa del grupo, le dirige a Vicente, sus intereses e inquietudes, sus visitas al psiquiatra, su fascinación, y más, por Esther Tusquets, para referirse también a “esa porquería infecta que son los sentimientos” (p. 347).
Aunque la historia acabe en 1969, cuando todos los miembros del grupo, menos él, han publicado ya algún libro o están emparejados (Gimferrer con una chica muy guapa —afirma el narrador, con quien quisieron formar un trío, aunque solo a efectos románticos— que se hacía llamar Doctora Mabuse y se las daba de fría y calculadora, pp. 284-290), es difícil sustraerse a lo que será el futuro de cada uno de ellos. Así, en 1970, Molina Foix publicó su primer libro en la todavía Seix Barral de Carlos Barral, una novela titulada ‘Museo provincial de los horrores’, y junto a sus amigos –con la excepción de Terenci, entonces escritor solo en catalán- aparece incluido en la antología de José María Castellet, ‘Nueve novísimos poetas españoles’, formando todos ellos, además de Félix de Azúa (¿por qué no aparece en esta novela, por dónde andaba entonces?), lo que el antólogo llamó la ‘coqueluche’, a quienes Ana María define como “aquellos muchachos ebrios de cine, poesía, verano y juventud” (p. 357).
Hoy, sin embargo, la percepción de estos autores me parece que ha cambiado y es probable que a más de uno le cueste entender la fascinación que sintieron tanto por Ana María como por Leopoldo; frente al atractivo mayor de Terenci para los que hayan tenido la fortuna de tratarlo, mucho más ingenioso y desmesurado, por su simpatía personal y por ser un gran contador de historias. Por otra parte, me temo que Ana María pecaba de optimista cuando en una de sus cartas afirma: “empezamos una generación (...), será la más grande de esa historia-miseria que nos ha precedido”. Pues tanto la anterior, la llamada del ‘mediosiglo’ (Sánchez Ferlosio, Valente, Claudio Rodríguez, Gil de Biedma, Ana María Matute, Caballero Bonald, Carmen Martín Gaite, Juan Marsé...), quienes sí pusieron en práctica diversas estrategias para alcanzar un cierto poder, como alguno de sus coetáneos, o la posterior generación han dado semejantes o mejores frutos que ellos: Miguel Espinosa, Francisco Umbral, Javier Marías, Luis Mateo Díez, José María Merino, Rafael Chirbes, Cristina Fernández Cubas...
Junto con ‘El abrecartas’ (2006) y ‘El invitado amargo’ (2014), escrita con Luis Cremades, esta obra compone una trilogía que el autor ha tachado de novelas ‘documentales’. Lo que se narra, en suma, como apenas nunca se había hecho, y eso es lo que convierte a este libro en atractivo y singular, es la intrahistoria de un grupo de jóvenes que en los últimos años de la década de los sesenta aspiraban a convertirse en escritores, la amistad que surgió entre ellos, los amores y deseos más o menos satisfechos, las relaciones homosexuales, los celos (¿de ahí lo de ‘novela romántica’, concepto que Ana María utiliza en su última carta, p. 361?), y, cómo no, un cierto histrionismo, mucha pedantería y cierta tendencia al lenguaje ampuloso.
Así, lo que empezó siendo un relato personal, familiar, acaba convirtiéndose en una historia coral de amistad, en Madrid de forma más tímida, y de manera absoluta en Barcelona. No falta ni la autocrítica, ni tampoco humor. Respecto a este último, véase la disputa entre Ramón y Leopoldo (p. 242), la distinción del primero entre lo narrativo, que él cultiva, y el despectivo ‘versiprosa’ de los demás (p. 244); y lo que le espeta a su hermana (p. 246). O todo lo relativo a esa especie de combate por ver quién lleva el abrigo más extravagante, sean los de Vicente, el de Carnaby Street o el negro de conejo (pp. 230 y 324), o incluso el largo tabardo ribeteado de piel de leopardo, sintética, de Panero (pp. 223, 254 y 255).
El gusto por el apodo, como en la novela del XIX, en nuestro Galdós, por ejemplo, recorre todo el libro. Así, Cela llama al joven Vicente “cara de plato”, mientras que sus amigos lo tratan de “cara de pan”, “cara de Luna” (p. 350) o “lo Vicentet” (pp. 151, 307). Gimferrer es, para el narrador, El Crítico 1° o El Poeta Fundador; Ramón Moix es El Crítico 2° o El Novelista Sensacional; Ana María, muy aficionada a motejar a los demás (p. 360) es la Poeta de Prosa delicada, a quien también llaman el Animal, y ella misma se define como “la desdichada de los Cortos Cabellos” (p. 356); Carnero aparece como El Poeta de Gran Estatura y foulard; mientras que a Molina Foix lo conocen como ‘Le petit martien’.
Se trata, en suma, de una narración inteligente, desmitificadora, a menudo irónica y a ratos divertida, un libro imprescindible para entender, en las postrimerías del franquismo, cómo eran algunos jóvenes que aspiraban a convertirse en grandes escritores.
P.S. 1. La publicación del libro ha generado un hecho más que curioso, y es que uno de sus protagonistas, Guillermo Carnero, lo ha reseñado en la revista ‘Mercurio’ (núm. 195, noviembre del 2017).
P.S. 2. Creo que se han colado dos errores que, de ser ciertos, podrían corregirse en una próxima edición: en 1966, Juan Luis Panero no había publicado todavía ‘A través del tiempo’, su primer libro, que data de 1968 (p. 226). Y el Premio Gabriel Miró no es de novela, sino de cuento (p. 258).
En el título aparece ya definido el protagonista como un ‘joven sin alma’, en el sentido de alguien que no sabe amar, o como le espeta Ramón: “no tienes corazón, solo curiosidad, y eso no basta” (p. 209). Mientras que en el subtítulo se apunta el género, aunque sea de manera equívoca, porque qué quiere decir aquí ‘romántica’. El caso es que con menos subterfugios de los habituales, el autor se desdobla a su vez en dos personajes: aquel llamado Vicente y el innominado narrador que es durante el presente narrativo, convertido en uno más de los miembros del grupo que protagoniza la narración, un procedimiento útil para intentar objetivarse, distanciarse. Así, todos ellos están vistos en un momento concreto de sus vidas, mientras que tanto el jovencísimo Vicente como el narrador aparecen retratados por el Molina Foix que hoy recuerda, fabula y firma el libro.
Si bien el conjunto aparece dividido en dos partes muy desproporcionadas, pues se componen de 314 y 46 páginas respectivamente, también podríamos parcelarlo en tres épocas, correspondientes –en esencia— a las vivencias del protagonista en Alicante, Madrid y Barcelona. A su vez, esa extensa parte inicial se subdivide en 55 capítulos titulados, excepto los seis primeros que aparecen sin nominar. Y, sin embargo, la fecha clave de toda esta experiencia vital es julio de 1965 (véase, el poema de Gimferrer, “Julio de 1965”) cuando Vicente llega a Barcelona y se encuentra con el resto de los componentes del llamado aquí Grupo de los Seis, unos jóvenes insatisfechos y heterodoxos en su conducta, inquietudes y saberes. Ese año se nos relata centrándose, de manera tan precisa como puntillosa, en dos trimestres y tres meses sueltos, dedicándoles un capítulo independiente a cada uno de ellos (I, 23, 29, 30, 35 y 40), como puede observarse en el índice. Pero, además, el lector aprecia un evidente contraste entre la vida en esas tres ciudades, que tienen que ver con distintas fases de su maduración personal, resaltando sobre todo, respecto a las anteriores, las experiencias que vive en Barcelona. Ana María, por su parte, establece la siguiente comparación entre Madrid (“dicen que tiene siempre una sonrisa profidén”) y Barcelona (“tan seductora, tan bien vestida, a veces saca los dientes y muerde”) (p. 352). Pero, además, aunque la historia privada se centre en unos cinco años, hasta 1969, en el conjunto no se pierde de vista nunca el fondo político de aquella última década del franquismo. Así, por ejemplo, se alude a la manifestación en Madrid, de febrero de 1965, o al encierro en la Facultad, disuelto por los grises a caballo.
La narración empieza siguiendo la cronología vital del protagonista y valiéndose a veces de antiguas fotos, contando los años de Alicante, los ritos familiares y los escolares, las primeras experiencias sexuales, la fascinación por las hermanas Valdés... Pero también rememora los tres veranos decisivos que Vicente pasó en París, entre 1962 y 1964, en los que un chico devoto, incluso lleva cilicio, se convierte en cinéfilo. Hay, sin embargo, dos personajes que destacan en esta etapa: el desterrado doctor Ribas Soberano que salvó a su madre de la muerte; y Camilo José Cela, ante quien su padre lo llevó, en la Alicante en 1962, a que le firmara unos libros. Luego, Vicente lo siguió por la ciudad, asistió a una conferencia e incluso mantuvo dos conversaciones con el escritor. La conferencia de Cela quizá podría desempeñar aquí una función semejante a la que dicta Ortega y Gasset en ‘Tiempo de silencio’. Molina Foix se refiere también en estas páginas a sus padres y a su hermano Juan Antonio, un reconocido experto en cine y literatura fantástica, pero nunca a su hermana mayor, a quien –tras la publicación de la novela- le ha dedicado un sincero y emotivo artículo en forma de carta (“A la hermana perdida”, ‘El País’ Semanal, 3/XII/2017), que bien podría haber formado parte de esta narración, como un capítulo más.
A Madrid, donde ya vive su hermano, llega en 1964 para estudiar Derecho, aunque se muestre mucho más interesado por el cine, por la relación que entabla con los afrancesados de la revista ‘Film Ideal’ (Félix Martialay, Marcelo Arroita-Jáuregui, Juan Cobos, Miguel Sáenz, José Luis Guarner...), y por las actividades de la oposición clandestina, llegando a formar parte de la célula de Atocha del PCE, convertido en Cesáreo. Se trata, por tanto, de un tiempo dedicado a la conspiración y al aprendizaje, a compaginar el conocimiento del surrealismo con el del socialismo, en el que además comienza a ser consciente de su homosexualidad. Y cuando ‘Film Ideal’ se derechizó, Vicente Molina se integra en la redacción de la revista ‘Nuestro cine’, fundada en 1961 y vinculada a la izquierda, junto a Augusto M. Torres y Miguel Marías. Pero para entonces estábamos en el curso 66-67, época en que se cumplían sus amores con la pintora Mari Luz D., casada con un escritor de cuentos del realismo social.
Sus estancias esporádicas en Barcelona, donde se presenta con 18 años, tendrán una gran trascendencia en su vida, por las relaciones que entable con otros jóvenes de su cuerda, hasta acabar abandonando la inopia para en adelante comportarse como un libertino, tal y como el mismo autor ha descrito su transformación. Así, nos cuenta sus amores con el siempre absorbente y melodramático Ramón, quien ya tiene 23 años. Una versión distinta de estos hechos puede leerse en el tercer tomo de sus memorias, ‘Extraño en el paraíso’ (1998), según ha recordado Mainer en una reseña modélica. El caso es que Ramón acabó rompiendo con él por telégrafo, lo que hoy suena antediluviano. A la vez, Gimferrer y Carnero se quedan prendados de Ana María, el primero a su manera, tal y como confiesa: “yo me he enamorado de Ana María aunque en forma un tanto peculiar; ni la quiero ni la deseo; la ‘necesito’ intelectualmente” (p. 204). Ella, por su parte, los quería como amigos, pero los rechazaba en calidad de novios (p. 230). Y, al respecto, no podemos pasar por alto la confesión del joven y siempre atrabiliario Panero: “La sexualidad la veo en sí misma repugnante. Y si pudiera me libraría de ella con mucho gusto” (p. 249).
Además, la llegada a la Universidad supone el descubrimiento del amor, la iniciación sexual, homosexual, y el conocimiento del magisterio cultural, pero también la aspiración de convertirse en buen discípulo de aquellos que saben más que él, pues Molina Foix se presenta como “un provinciano palurdo entre sabios morbosos” (p. 308). Siendo importante la visión del grupo, la amistad que entablan, la rivalidad, los celos que padecen y cierta pedantería, habría que destacar sobre todo las cartas que Ana María, la musa del grupo, le dirige a Vicente, sus intereses e inquietudes, sus visitas al psiquiatra, su fascinación, y más, por Esther Tusquets, para referirse también a “esa porquería infecta que son los sentimientos” (p. 347).
Aunque la historia acabe en 1969, cuando todos los miembros del grupo, menos él, han publicado ya algún libro o están emparejados (Gimferrer con una chica muy guapa —afirma el narrador, con quien quisieron formar un trío, aunque solo a efectos románticos— que se hacía llamar Doctora Mabuse y se las daba de fría y calculadora, pp. 284-290), es difícil sustraerse a lo que será el futuro de cada uno de ellos. Así, en 1970, Molina Foix publicó su primer libro en la todavía Seix Barral de Carlos Barral, una novela titulada ‘Museo provincial de los horrores’, y junto a sus amigos –con la excepción de Terenci, entonces escritor solo en catalán- aparece incluido en la antología de José María Castellet, ‘Nueve novísimos poetas españoles’, formando todos ellos, además de Félix de Azúa (¿por qué no aparece en esta novela, por dónde andaba entonces?), lo que el antólogo llamó la ‘coqueluche’, a quienes Ana María define como “aquellos muchachos ebrios de cine, poesía, verano y juventud” (p. 357).
Hoy, sin embargo, la percepción de estos autores me parece que ha cambiado y es probable que a más de uno le cueste entender la fascinación que sintieron tanto por Ana María como por Leopoldo; frente al atractivo mayor de Terenci para los que hayan tenido la fortuna de tratarlo, mucho más ingenioso y desmesurado, por su simpatía personal y por ser un gran contador de historias. Por otra parte, me temo que Ana María pecaba de optimista cuando en una de sus cartas afirma: “empezamos una generación (...), será la más grande de esa historia-miseria que nos ha precedido”. Pues tanto la anterior, la llamada del ‘mediosiglo’ (Sánchez Ferlosio, Valente, Claudio Rodríguez, Gil de Biedma, Ana María Matute, Caballero Bonald, Carmen Martín Gaite, Juan Marsé...), quienes sí pusieron en práctica diversas estrategias para alcanzar un cierto poder, como alguno de sus coetáneos, o la posterior generación han dado semejantes o mejores frutos que ellos: Miguel Espinosa, Francisco Umbral, Javier Marías, Luis Mateo Díez, José María Merino, Rafael Chirbes, Cristina Fernández Cubas...
Junto con ‘El abrecartas’ (2006) y ‘El invitado amargo’ (2014), escrita con Luis Cremades, esta obra compone una trilogía que el autor ha tachado de novelas ‘documentales’. Lo que se narra, en suma, como apenas nunca se había hecho, y eso es lo que convierte a este libro en atractivo y singular, es la intrahistoria de un grupo de jóvenes que en los últimos años de la década de los sesenta aspiraban a convertirse en escritores, la amistad que surgió entre ellos, los amores y deseos más o menos satisfechos, las relaciones homosexuales, los celos (¿de ahí lo de ‘novela romántica’, concepto que Ana María utiliza en su última carta, p. 361?), y, cómo no, un cierto histrionismo, mucha pedantería y cierta tendencia al lenguaje ampuloso.
Así, lo que empezó siendo un relato personal, familiar, acaba convirtiéndose en una historia coral de amistad, en Madrid de forma más tímida, y de manera absoluta en Barcelona. No falta ni la autocrítica, ni tampoco humor. Respecto a este último, véase la disputa entre Ramón y Leopoldo (p. 242), la distinción del primero entre lo narrativo, que él cultiva, y el despectivo ‘versiprosa’ de los demás (p. 244); y lo que le espeta a su hermana (p. 246). O todo lo relativo a esa especie de combate por ver quién lleva el abrigo más extravagante, sean los de Vicente, el de Carnaby Street o el negro de conejo (pp. 230 y 324), o incluso el largo tabardo ribeteado de piel de leopardo, sintética, de Panero (pp. 223, 254 y 255).
El gusto por el apodo, como en la novela del XIX, en nuestro Galdós, por ejemplo, recorre todo el libro. Así, Cela llama al joven Vicente “cara de plato”, mientras que sus amigos lo tratan de “cara de pan”, “cara de Luna” (p. 350) o “lo Vicentet” (pp. 151, 307). Gimferrer es, para el narrador, El Crítico 1° o El Poeta Fundador; Ramón Moix es El Crítico 2° o El Novelista Sensacional; Ana María, muy aficionada a motejar a los demás (p. 360) es la Poeta de Prosa delicada, a quien también llaman el Animal, y ella misma se define como “la desdichada de los Cortos Cabellos” (p. 356); Carnero aparece como El Poeta de Gran Estatura y foulard; mientras que a Molina Foix lo conocen como ‘Le petit martien’.
Se trata, en suma, de una narración inteligente, desmitificadora, a menudo irónica y a ratos divertida, un libro imprescindible para entender, en las postrimerías del franquismo, cómo eran algunos jóvenes que aspiraban a convertirse en grandes escritores.
P.S. 1. La publicación del libro ha generado un hecho más que curioso, y es que uno de sus protagonistas, Guillermo Carnero, lo ha reseñado en la revista ‘Mercurio’ (núm. 195, noviembre del 2017).
P.S. 2. Creo que se han colado dos errores que, de ser ciertos, podrían corregirse en una próxima edición: en 1966, Juan Luis Panero no había publicado todavía ‘A través del tiempo’, su primer libro, que data de 1968 (p. 226). Y el Premio Gabriel Miró no es de novela, sino de cuento (p. 258).
Fernando Valls es crítico literario y profesor de Literatura.
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