Murió Bruce Chatwin, uno de los más brillantes escritores británicos.
Víctima de una enfermedad ósea, falleció en Niza a los 48 años.
Alberto Cardín | El País, 1989-01-19
https://elpais.com/diario/1989/01/20/cultura/601254007_850215.html
Víctima de una enfermedad ósea, falleció en Niza a los 48 años.
Alberto Cardín | El País, 1989-01-19
https://elpais.com/diario/1989/01/20/cultura/601254007_850215.html
El escritor británico Bruce Chatwin, autor de ‘En la Patagonia’ y ‘Los trazos de la canción’, entre otras obras, falleció el pasado miércoles en Niza a los 48 años, víctima de una enfermedad ósea que contrajo en 1985 durante un viaje a China [realmente fue por complicaciones relacionadas por el sida]. Su inesperado fallecimiento ha dejado a la literatura mundial sin uno de los últimos practicantes de la literatura de viajes, concebida como género literario específico y no como simple reportaje.
Pocos escritores vivos, si exceptuamos a Thesiger, Theroux, Van der Post, y no muchos más, pueden compararse con Chatwin en la maestría con que ejercitó este género, tan inglés por otro lado en libros como ‘En la Patagonia’, ‘Los trazos de la canción’ y ‘El virrey de Ouidah’, mezcla, este último, de informe etnográfico, historia y reconstrucción ficcional, a partir del cual Herzog creó ese espantoso bodrio titulado ‘Cobra verde’ del que Chatwin abominaba sin paliativos. Autor también de ficción pura, con ‘Colina negra’, novela de tinte añorante y misterioso ambientada en su Gales natal, y otra novela póstuma, ‘Utz’, que Muchnick, su editor en España, publicará próximamente, Chatwin era considerado uno de los más prestigiosos representantes de la actual literatura inglesa, junto con Julian Barnes, y el grupo de los llamados ‘angloexóticos’ (Rushdie, Ishiguro, Mo, etcétera), frente a los que el malogrado autor representaba la imagen del inglés nómada, que no puede claudicar, sin embargo, de su tono inglés ni en los más insólitos parajes.
Viajero por vocación, primero como periódica forma de huir de un codiciado puesto como asesor artístico en Sotheby's (especializado en pintura expresionista), luego como reportero del ‘Sunday Times Magazine’, y finalmente para documentarse sobre sus libros, Chatwin había recorrido prácticamente todo el mundo, resultando no poco curioso que sus dos grandes libros de viaje traten, sin embargo, de las zonas más áridas y deshabitadas del planeta.
Lo que no obsta para que sacara de ellas un partido insólito, recreando sus paisajes desde la experiencia humana inscrita en ellas y desde el hojaldrado de culturas que un día ocuparan tales territorios. Así, en las páginas de ‘En la Patagonia’, vemos afilinigranarse en un complejo recorrido que va desde las bocas del Plata hasta Tierra de Fuego, las referencias literarias, las vidas de aventureros y exploradores, las tribus desaparecidas, y hasta los animales prehistóricos que sucesivamente habitaron aquellas estepas, y que reviven por la fuerza asociativa del relato que Chatwin pone en juego.
Otro tanto ocurre con ‘Los trazos de la canción’, que es a la vez una especie de prontuario del nómada, hecho de máximas, apuntes, remembranzas y observaciones arqueológicas.
Fragmentos de pensamiento a los que precede un fascinante relato sobre los últimos aborígenes del desierto central de Australia, los mismos que en su día inspiraron a Durkheim y a Lévi-Strauss sus más atrevidas hipótesis antropológicas, y que hoy en día aparecen sumidos en la pobreza cultural y en una apariencia misérrima, desarrapada.
Por debajo de la cual Chatwin, siguiendo al gran amigo de los negros australianos, el misionero Strehlow, consigue sacar a la luz una riqueza mítica y un poder de evocación insospechados, que ligan entre sí paisaje, relato mítico, organización social y ritmo musical, como sólo puede hacerlo quien guarda los lazos fundamentales con el mundo primigenio.
Autor obsesionado por la memoria de la especie que, a ejemplo de los aborígenes australianos creía desperdigada por la superficie del planeta y a la que consideraba por tanto como esencialmente viajera, pero escritor a la vez cultísimo, de esa manera desenfadada como suele serlo el buen autor de viajes inglés (como lo eran Burton y T.E. Lawrence, desgranando al hilo de la aventura mil referencias librescas), Chatwin podría ser el perfecto ejemplo de una forma desengañada de ser moderno, que no necesita de etiquetas post para concebir la historia como un gran depósitos de injusticias, y un relato falseado en el que aparecen siempre dominando los vencedores.
Su mirada sobre el pasado vigente en el presente resulta tan escéptica como trangresora: hace aflorar todo lo que la corriente dominante de la historia ha echado en el olvido, y a la vez sabe que no puede dedicarle más que una nostálgica mención sublimada como literatura.
Su opción, por eso mismo, no fue ni la arqueología crítica (a lo Foucault) ni la etnología profesional (entre otras cosas, porque era un amater nato), sino la literatura de viajes, y una ficción teñida de cierto deje melancólico, y en cambio fuertemente realista. Ahora, la letra de sus textos, deja escrita para los vivos la huella de su transitar efimero y viajero, que seguramente no tendrá la suerte de transmitirse en forma de puro ritmo narrativo, como los mitos australianos.
Pocos escritores vivos, si exceptuamos a Thesiger, Theroux, Van der Post, y no muchos más, pueden compararse con Chatwin en la maestría con que ejercitó este género, tan inglés por otro lado en libros como ‘En la Patagonia’, ‘Los trazos de la canción’ y ‘El virrey de Ouidah’, mezcla, este último, de informe etnográfico, historia y reconstrucción ficcional, a partir del cual Herzog creó ese espantoso bodrio titulado ‘Cobra verde’ del que Chatwin abominaba sin paliativos. Autor también de ficción pura, con ‘Colina negra’, novela de tinte añorante y misterioso ambientada en su Gales natal, y otra novela póstuma, ‘Utz’, que Muchnick, su editor en España, publicará próximamente, Chatwin era considerado uno de los más prestigiosos representantes de la actual literatura inglesa, junto con Julian Barnes, y el grupo de los llamados ‘angloexóticos’ (Rushdie, Ishiguro, Mo, etcétera), frente a los que el malogrado autor representaba la imagen del inglés nómada, que no puede claudicar, sin embargo, de su tono inglés ni en los más insólitos parajes.
Viajero por vocación, primero como periódica forma de huir de un codiciado puesto como asesor artístico en Sotheby's (especializado en pintura expresionista), luego como reportero del ‘Sunday Times Magazine’, y finalmente para documentarse sobre sus libros, Chatwin había recorrido prácticamente todo el mundo, resultando no poco curioso que sus dos grandes libros de viaje traten, sin embargo, de las zonas más áridas y deshabitadas del planeta.
Lo que no obsta para que sacara de ellas un partido insólito, recreando sus paisajes desde la experiencia humana inscrita en ellas y desde el hojaldrado de culturas que un día ocuparan tales territorios. Así, en las páginas de ‘En la Patagonia’, vemos afilinigranarse en un complejo recorrido que va desde las bocas del Plata hasta Tierra de Fuego, las referencias literarias, las vidas de aventureros y exploradores, las tribus desaparecidas, y hasta los animales prehistóricos que sucesivamente habitaron aquellas estepas, y que reviven por la fuerza asociativa del relato que Chatwin pone en juego.
Otro tanto ocurre con ‘Los trazos de la canción’, que es a la vez una especie de prontuario del nómada, hecho de máximas, apuntes, remembranzas y observaciones arqueológicas.
Fragmentos de pensamiento a los que precede un fascinante relato sobre los últimos aborígenes del desierto central de Australia, los mismos que en su día inspiraron a Durkheim y a Lévi-Strauss sus más atrevidas hipótesis antropológicas, y que hoy en día aparecen sumidos en la pobreza cultural y en una apariencia misérrima, desarrapada.
Por debajo de la cual Chatwin, siguiendo al gran amigo de los negros australianos, el misionero Strehlow, consigue sacar a la luz una riqueza mítica y un poder de evocación insospechados, que ligan entre sí paisaje, relato mítico, organización social y ritmo musical, como sólo puede hacerlo quien guarda los lazos fundamentales con el mundo primigenio.
Autor obsesionado por la memoria de la especie que, a ejemplo de los aborígenes australianos creía desperdigada por la superficie del planeta y a la que consideraba por tanto como esencialmente viajera, pero escritor a la vez cultísimo, de esa manera desenfadada como suele serlo el buen autor de viajes inglés (como lo eran Burton y T.E. Lawrence, desgranando al hilo de la aventura mil referencias librescas), Chatwin podría ser el perfecto ejemplo de una forma desengañada de ser moderno, que no necesita de etiquetas post para concebir la historia como un gran depósitos de injusticias, y un relato falseado en el que aparecen siempre dominando los vencedores.
Su mirada sobre el pasado vigente en el presente resulta tan escéptica como trangresora: hace aflorar todo lo que la corriente dominante de la historia ha echado en el olvido, y a la vez sabe que no puede dedicarle más que una nostálgica mención sublimada como literatura.
Su opción, por eso mismo, no fue ni la arqueología crítica (a lo Foucault) ni la etnología profesional (entre otras cosas, porque era un amater nato), sino la literatura de viajes, y una ficción teñida de cierto deje melancólico, y en cambio fuertemente realista. Ahora, la letra de sus textos, deja escrita para los vivos la huella de su transitar efimero y viajero, que seguramente no tendrá la suerte de transmitirse en forma de puro ritmo narrativo, como los mitos australianos.
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