1993/03/05

DOCUMENTACIÓN | TESTIMONIOS | MIGUEL DE MOLINA, EL MEJOR DE LA COPLA

El mejor de la copla.
Eduardo Haro Tecglen | El País, 1993-03-05

https://elpais.com/diario/1993/03/06/cultura/731372408_850215.html 

Varios teatros de Madrid, varios testigos con la memoria incierta por la edad, disputan hoy el honor de haber recibido y visto por primera vez en Madrid a Miguel de Molina. ¿Fue en la Zarzuela, en el Calderón, en el Fontalba? ¿Con la Argentina, con Estrellita Castro, con Pastora, con Rosita Durán? Y todos recuerdan el gran triunfo: el nacimiento de la estrella. Yo sé que le vi más tarde, entre los ruidos de bombas y proyectiles de obús en los fines de fiesta del cine Proyecciones: ¡se veían tantas cosas allí! A Estrellita Castro y a Pastora Imperio, a Don Jacinto Benavente levantando el puñito y hasta a Doña Concha Espina, que luego pudo escapar. Miguel de Molina salía con su "blusa cuajá de lunares" y los milicianos de permiso, o que venían a pasar la tarde desde el frente, que estaba casi donde escribo ahora, gritaban "¡La Miguela, la Miguela!".

No era un insulto: era una forma de homenaje. No le molestaba de ninguna manera: no ocultaba, no falseaba nada (y tampoco eran tiempos fáciles para la libertad sexual: ‘El Campesino’ los mataba). Contestaba, sonreía, hablaba con el público desde una cierta altura, digamos, desde un dominio. Cantaba ‘Soy de la raza calé’, y alguien gritaba, siempre, desde el público "¿Es que os llamáis así ahora?". Se quedó la frase: "ese es de la raza calé". Bueno, aquel público éramos los de la chusma, que decían los otros. Pero cuando entonaba ‘Ojos verdes’, había silencio y respeto, y hasta un poco de escalofrío. Eso era algo muy serio.

Ahí están los discos: no hay mucho guardado, pero está a la venta. Hay que desconfiar especialmente de alguno que ha guardado el registro de la voz y la ha hecho acompañar de una orquesta moderna, como a otros grandes. Contaba él como nació la copla famosa, y yo lo he repetido más de una vez. En Barcelona: Lorca estrenaba ‘Yerma’, Rafael de León fue a verle, Miguel de Molina cantaba en algún local nocturno: se encontraron, los tres, ya a la madrugada y, en una servilleta, Rafael de León escribió su letanía de verdes: ojos verdes, trigo verde, verde limón: y Lorca, entre bromas, le dijo que le copiaba ‘su Romance sonámbulo’ (‘Verde, que te quiero verde’...). Andalucía era verde, decían los tres... Lorca, recordaba Miguel de Molina, llamaba a Rafael de León ‘Marqués’ -lo era-; Rafael a Lorca, ‘poeta’. Esa fue la canción (que Rafael de León terminó con Valverde; música, claro, de Quiroga) y que se hizo famosa. Fue, probablemente, la que le trajo la desgracia a Miguel de Molina: todos -digamos todas: había más mujeres que hombres metidos en la copla- la querían cantar, y una de ellas fue Concha Piquer. La diferencia estaba en que Concha ganó la guerra, y venía de la zona nacional, de la buena y homologada, y Miguel la perdió. Miguel estaba en la ‘zona roja’ y, además, cantaba en los frentes, en los hospitales, en los albergues de refugiados.

Francisco Ayala cuenta una anécdota de Miguel en Valencia: en una reunión, un joven militar se negó a estrechar la mano de Miguel de Molina: por homosexual. El artista dijo a alguien que el oficial quedaba emplazado... Unos días después, llamó por teléfono a ese alguien y le citó en una habitación determinada de un hotel: "Entra sin llamar: yo estaré dentro y dejo la puerta abierta". Cuando llegó, Miguel estaba con el que le había repudiado. Una forma de orgullo, una forma de desprecio y, probablemente, algo más: una demostración de que nadie puede estar seguro... Lo cuento brutal y rápidamente, como todas estas notas escritas en el filo finísimo entre la noticia de la muerte y el cierre del periódico: hay que leerlo entero, en ‘Memorias y olvidos’.

La caída
Así, Concha quería cantar ‘Ojos verdes’ y algunas cosas más -otro monumento, ‘La Bienpagá’, de Perelló y Mostazo-, y las cantó. A Miguel de Molina no le había servido saludar brazo en alto -también con Benavente- desde una tribuna de la calle de Alcalá a las tropas franquistas que entraban en Madrid (a Benavente tampoco le valió: estuvo mucho tiempo castigado a que su nombre no se imprimiese en los periódicos, ni el los carteles de los teatros: tuvo que hacer muchos méritos para el perdón). Con ellas entraba Concha Piquer, y con las canciones que traía de la zona homologada, y que le había dado el Marqués. Miguel de Molina siguió trabajando en algunas provincias, en algunos pueblos: quiso venir a Madrid, al teatro Pavón, y todo se precipitó: una noche fueron a detenerle, y los tres individuos que se lo llevaron de su camerino algo más que policías: se lo llevaron a un descampado de lo que entonces se llamaba el Hipódromo (ya no estaba allí: por donde está ahora el monumento a la Constitución, que sirve de respaldo en la madrugada a los trasvestidos agotados) y le apalearon brutalmente.

Les reconoció: uno era el Conde de Mayalde, Director General de Seguridad y, luego, alcalde de Madrid; otro, Sancho Dávila, jerarca de la Falange; el otro, decía él, un jefe de sindicatos. Imagino algún nombre pero no tengo la seguridad. Recogió sus casi despojos un taxista: le dijo quien era y le llevó al teatro, donde los que quedaban le cuidaron. Fue el principio de su exilio.

En ese exilio, muchísimos años después, se lo contó a Carlos Herrera en una filmación memorable para el programa ‘La copla’, de Canal Sur, más tarde retransmitido por otras emisoras autonómicas (Herrera está publicando ahora, en ‘Abc’, una historia muy atractiva y muy completa de la copla; está escribiendo otra, creo, Terenci Moix; y está el libro fundamental de una generación, el de Vázquez Montalbán, ‘Crónica sentimental de España’). No comprometía Miguel en sus declaraciones a Concha Piquer: solo les culpaba a ellos. "La Piquer -decía- era una gran cantante para las canciones valencianas". La Piquer era otra cosa: sus intelectuales -los de Mayalde y Sancho Dávila- la llamaron ‘tonadillera’, por no aproximar a ella la desprestigiada palabra cupletista, o canzonetista, que no se veía bien entonces; y señora ‘de la escena’.

No hay que lamentar nada de ello: era verdad, y esas grandes canciones las cantaba muy bien, con otras que fueron mucho más suyas (‘Tatuaje’); pero no se puede decir que cantase como nadie las coplas andaluzas, porque Miguel de Molina seguía vivo, y trabajando en toda América. Y con su gran casa en Buenos Aires. Una casa que vimos en la televisión cuajada de recuerdos, llena de blusas y sombreros cordobeses. Y un piano de cola a cuya vera recordaba, con la voz rota ya por los años, sus viejos éxitos.

Sombrero cordobés
Aún se le oyó en España por última vez, por la televisión, una pincelada de ‘Ojos verdes’: a Miguel de Molina le condecoraron en la Embajada de España en Buenos Aires -hace muy poco tiempo- y él acudió con la blusa, el chalequillo y el sombrero cordobés: su uniforme. Y cuando la cámara se clavó en su cara rota, arrancó con los primeros versos de la copla. No había voz, pero la musicalidad, el estilo, el misterio, estaban allí.

No quiso volver a España, después de un breve viaje que hizo. Le pesaba este país, quizá le daba miedo. Todavía era el de ellos, los que le habían apaleado hasta casi matarle en descampado; y se volvió a Buenos Aires. Recordaba su Málaga, donde empezó de verdad: desde el campillo pobre de su familia, veía el teatro iluminado y soñaba con ser artista y cantar en él... Pero amaba Buenos Aires donde "hasta Perón", decía él, le había respetado. Quería, sin duda, morir allá.

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